Blog de Ignacio Fernández

Blog de Ignacio Fernández

lunes, 3 de diciembre de 1990

El paso a nivel del Crucero

    Aun con ligero retraso, producto de la distancia y de la agilidad del correo, no quiero privarme de aportar algunas ideas acerca del redivivo asunto del paso a nivel de la Avenida Doctor Fléming. Leo en el Diario de León del día 16 de noviembre de 1990 la editorial que se hace eco de la polémica, de nuevo abierta, en torno a las discutidas soluciones que pueden volver a plantearse para tan crudo problema; leo en ese mismo diario las reacciones primeras de un grupo de vecinos, encabezados por su presidente de asociación, tomando ya partido decididamente en contra de una de ellas; leo y advierto que se ha destapado la caja de los truenos. Por eso escribo.

    La historia de ese paso a nivel está cuajada de odios y de amores. Frente a la aplastante abundancia de los primeros, yo hago pública confesión de mi amor por él, aunque sé que desde este momento mis opiniones pasarán a ser consideradas como pintorescas, por cuanto sólo sobre pilares sentimentales –que no técnicos- puedo apoyar mis argumentos; frente a la pugna estéril entre las diversas alternativas para su supresión (que no es sino pugna de intereses creados), yo proclamo la necesidad de defender su pervivencia tal y como siempre, eternamente, ahí ha estado; y, sobre todo, frente al injusto “rodillo” (esta vez sí, real como la vida misma) de los ciudadanos motorizados, que son al cabo quienes imponen criterios, amén de otras sumisiones, declaro que existe un grito, apagado por los ruidos, que nace de la garganta de cuantos no hemos accedido, por convicción y por estética, al endiablado mundo del automóvil. En virtud de esas consideraciones, añado al debate sobre “si por arriba” o “si por abajo” mi particular (ya digo: particular) propuesta: respetar el paso a nivel o, en todo caso, adecentarlo para su mejor contemplación y disfrute.

    Dos son las razones que me llevan a pensar así, después de años alineado (yo también) en las filas del no: 
  1. Así como es objetivamente bueno que el muro berlinés no desaparezca del todo, para mayor vergüenza de quienes lo hicieron posible y para que no haya olvido; así como es objetivamente bueno que algunos anacronismos históricos sobrevivan (Valle de los Caídos, antiguo callejero fascista, estatuas ecuestres del pasado, etc.), para mayor escándalo de sus inspiradores y para que no haya olvido; así también deber ser objetivamente bueno que el paso a nivel no desparezca, para mayor vergüenza y escándalo de los habitantes de esos barrios (yo mismo), que no fuimos capaces de acabar con él a lo largo de años, o que no supimos en momentos cruciales vertebrar un movimiento ciudadano lo suficientemente sólido como para alzarnos sobre nuestras miserias. Pero también la vergüenza y el escándalo deben manchar a un ayuntamiento y a un alcalde perpetuo, perdido en alardes baratos y burdos, que ha despreciado a lo largo de sus diversos mandatos los grandes retos de la ciudad de León, entre los que se cuenta de forma notoria el que ahora nos ocupa; y vergüenza y escándalo, en fin, para la empresa ferroviaria que no dio jamás su brazo a torcer, eludiendo las graves responsabilidades que le correspondían como agente último y principal del problema. Es justo, pues, que permanezca el paso a nivel para que, al menos, no haya olvido. 
  2. Pero, con todo, lo que con el tiempo me ha traído a la postura que ahora defiendo no es tanto una cuestión de perspectiva histórica como la arriba glosada, sino haber comprendido a través de un análisis más frío el engaño que se oculta tras las sanas intenciones de acabar con esa barrera urbana. La pregunta es ésa: ¿barrera para quién? Y la respuesta vuelve a ser esclarecedora: para el tráfico, esto es, tránsito, paso de vehículos por calles, carreteras, etc. Pues bien, contra esa traficocracia es contra lo que es urgente rebelarse y no permitir que de nuevo, y como viene siendo triste costumbre, los condicionantes de la sociedad motorizada se impongan sobre la anhelada calidad de vida en nuestras ciudades. Porque yo vivía en una calle que no es tal, la Avenida Doctor Fléming, sobre todo desde que su vestido asfáltico la rescató del agradable olvido en que permanecía y la incorporó al alocado mundo de las modernas vías de circulación. Primero, hace ya años, fue el talado de árboles centenarios para ganar espacios y librar de peligros a conductores despistados o irresponsables; luego, la construcción de aceras para proteger a los peatones del santo antojo de los vehículos que, no obstante, continúan campando por sus respetos e invadiendo esos privilegiados espacios; finalmente, el asfaltado para un mayor respiro de amortiguadores y la señalización horizontal que los dueños de esos amortiguadores, ahora más enseñoreados por las facilidades conquistadas, se encargan de saltarse a la torera, sometiendo la circulación a la ley del más fuerte y a las patentes de corso. Así que hoy quieren quitar el paso a nivel, suprimir aquello que todavía se resiste a su afán depredador y que, por razones obvias, les empequeñece, les molesta y, por encima de todo, les somete. 
    Yo también imagino una ciudad mejor y, por tanto, con el menor número de obstáculos para sus habitantes, pero creo que es justo que el paso a nivel no desparezca de nuestro paisaje urbano, singularizándonos, recordándonos dónde vivimos y defendiéndonos de nuestros mayores agresores.

     Una última consideración me parece oportuna desde la perspectiva de consumidores de suela: nunca fue el paso a nivel un punto negro para los peatones, nunca fue causa de accidentes para quienes no somos gobernados por las prisas o las prepotencias, bien al contrario de lo que sucede en otras calles de nuestra ciudad en las que no disfrutan del impagable regalo de un paso a nivel. Como tampoco sería un trastorno, evidentemente, ningún paso elevado o subterráneo, en contra de lo que viene a rechazar el presidente de la asociación de vecinos del barrio, quien considera (y lo declara sin pudor, lo que es más grave) que se trata de una zona con bastante “conflictividad innata” (¡qué barbaridad de adjetivo para su barrio!) y propone como justificación para su rechazo las “numerosas barras americanas” existentes en los alrededores; es tan ridículo como explicar el drama del hambre en el mundo por la cantidad de mancos que, impedidos para autoalimentarse, permanecen impasibles hasta su martirio por inanición.

     Termino ya. Cuando se desate la polémica y el entramado de orden técnico acote este debate, no debe eludirse, pienso yo, la posibilidad que aquí apunto. En 1983, un colectivo amplio de vecinos ofreció toda una batería de argumentos técnicos que fueron despreciados tanto por el ayuntamiento como por la empresa ferroviaria. Por lo tanto, siete años después, no estaría mal que la técnica, coronada entonces con el más estrepitoso fracaso, se dejara hoy aconsejar por el sentimiento y asumiera que, de entre todas las soluciones, la más limpia, la más barata y la más estética es la permanencia en nuestro mundo cotidiano del paso a nivel.

Publicado en Diario de León, 10 diciembre 1990

martes, 7 de agosto de 1990

...Moi non plus (Calidoscopio francés para Santos)

    A Santos le complacía recibir visitas. Me lo confesó la primera de las veces que bajé desde la capital a Palomares, en la vega del río Tuerto. Se había refugiado allí al poco de acabar la carrera, harto como estaba de la Literatura y notablemente desencantado tras una agria traca final en Hispanoamericana. Yo preparaba oposiciones y a él me lo encontré convertido en un hombre de camilla, emparedado en la casa de sus padres y frecuentando la iglesia del pueblo, donde pasaba horas buscando rincones insólitos de su artesonado mudéjar. Creo que agradeció tanto mi llegada como yo el cocido con que nos agasajó doña Elena, su madre.


     Es verdad que parecía decaído, más sarcástico que nunca, pero conservaba intacto aquel guiño de su fantasía que tanto nos había cautivado durante los años de Facultad. Me llevó, cómo no, a su iglesia, y a través de una escalera adosada al muro ascendimos temerariamente al campanario. Desde la espadaña se abarcaba un horizonte de cultivos jóvenes, salpicado por manchas de encinas y recorrido por un camino de chopos en donde se supone que discurría el río. Santos no perdió un momento para dar rienda suelta al relato maravilloso sobre el alba de la historia en aquel paisaje, que él describía minuciosamente trabajado por la mano de antiguos colonos de Roma y regado más tarde con la sangre de escaramuzas árabes, en cuyos detalles se extendía no se sabe bien si con rigor erudito o con novelesca exuberancia. Pasaba luego al comentario del artesano que diera forma en la madera a la filigrana de aquel techo y enlazaba, sin solución de continuidad, con los pormenores de aventuras adolescentes en aquella misma altura, persiguiendo ninfas y entrando a saco en el juego amoroso, decía, de extraerse mutuamente las liendres doradas que habitaban sus cabezas. Hablaba y hablaba e iba pasando el tiempo adornándose con un discurso en el que realidad e imaginación alcanzaban su simbiosis más perfecta; como cuando anunció que muy pronto se iría a París, a pesar de no hallarse, me aseguró, en las mejores condiciones para encontrarse con Jane Birkin. Mi sorpresa fue enorme; incluso nada bien debió sentarle mi risa desconfiada porque de inmediato decidió que abandonásemos la mágica atalaya. Todavía tuvo tiempo de mostrarme viejas inscripciones en el lienzo de piedras con que se había construido la iglesia, algunas verdaderamente antiguas e incompletas, como aquella que en latín parecía decir “tristissima noctis”, y que el buen Santos, cosa que no dudo, afirmaba ser parte de un verso de Ovidio que recitaba teatralmente con dotes de finísimo rapsoda.


     Volví a Palomares a su regreso de París. Aunque incrédulo, sentía una curiosidad morbosa por el asunto de la Birkin y, en justicia cabe decirlo ahora, no la defraudó. Le encontré hundido en su sillón orejero hojeando una novela de Modiano que dijo haber adquirido en los buquinistas del Sena; así que aprovechó para abrumarme de entrada con la exhibición de los fetiches que, como él sabía, comenzarían por derribar mi fiebre inquisidora: las últimas músicas de Mayereau y de Cabrel, las más recientes ediciones de Folio, el especial de Octobres dedicado a Borges, montones de fotografías en los más heterogéneos ambientes de la capital francesa… ¡Qué hábil fue! Supo continuar su divagación por los compases de la aventura parisina deteniéndose con parsimonia en las cuestiones más triviales y tópicas, que si remar en Boulogne, que si la rue Saint-Denis, que si una exposición de Braque… hasta obligarme finalmente a que fuera yo quien arrojara la piedra primera. ¿Y lo de Jane Birkin?, le pregunté apremiado por la más traidora de las impaciencias. Entonces su carcajada estridente alteró incluso la solemnidad de su padre, que en ese instante limpiaba los cristales de sus lentes y no pudo evitar que cayeran al suelo y que se rompiera uno de ellos en pequeños fragmentos. Estaba claro que la divertida trama había hecho presa en mí y no pude esconder las señales de mi horrorosa humillación.


     Retomé el pulso de mis literaturas particulares olvidando, merced al tiempo y a la distancia, el eco burlón de aquella risa, y a medida que el calendario venció fronteras, olvidé también mi pasión por Santos, así como por sus derroches de imaginación. Apenas las cada vez más apagadas sombras de este capítulo han permanecido en mi memoria.


     Pero esta mañana he recibido una carta fechada en Burdeos y firmada por Jane Birkin. Entre asombrado y temeroso he desempolvado mi escondido francés y la he leído una, dos, varias veces. Quien la haya escrito me reclama para que busque a Santos, me dice que nada sabe de él desde hace meses, que supone que habrá vuelto a España, que había caído en un estado permanente de melancolía y que no cesaba de repetir que se sentía un hombre de camilla; la tal Jane Birkin me aclara que él le había dado mi dirección tiempo atrás recomendándole mi ayuda si su comportamiento, alguna vez, deviniera inexplicable; termina la carta insistiendo en su solicitud, asegurando su amor por Santos y anunciándome su llegada a Barajas el próximo lunes en vuelo de Air France.


     Ignoro cuál es la pirueta que el destino/amigo me reserva, qué caprichoso azar ha querido rescatarme del absurdo mundo laboral absurdo para volver a escuchar dentro de mí la agitada fuente del pasado, pero he decidido salir de inmediato hacia Palomares a la caza del fantasma muy amado. De repente se precipitan los laberintos de la existencia y nos espolean las ansias de lo que considerábamos definitivamente abandonado en una cuneta del camino. No obstante, los vicios ganados con los años me descubren dudando como no lo hubiera hecho en el tiempo aquel en que nos convivimos; quizá por eso redacto esta nota para advertir a quien la lea de la llamada que me conduce al interior, donde recobrar siquiera, en el peor de los casos, el delicioso otoño de la meseta. Por lo demás, si la fortuna no me permitiera encontrar a Santos, siempre quedará el placer de recibir con un beso a Jane. ¿Qué no hubiéramos dado por ello cuando su voz nos susurraba un mundo que se abría más allá de nuestros ojos de estudiantes provincianos?

Publicado en Diario de León (IV Premio de Relatos), 5 agosto 1990