Blog de Ignacio Fernández

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miércoles, 1 de diciembre de 1993

Carta al oso


(A Mario. A Eugenia. A Tony)

    Sé yo, Salsero (donde estés), que te confortan tanto las palabras como un buen bocado de escabeche de tino, y que este otoño terminal te deja ya pocas oportunidades para encontrar fortaleza en un medio que se enfría. Así que te escribo, aun consciente de que los retrasos del correo te encontrarán tal vez dormido en un agujero ignoto al que sólo tienen acceso los carteros; pero conoces bien por otras entregas anteriores, lo conocemos ambos, que anima tanto la lectura como el simple hecho de descubrir que algo habita en nuestros buzones, durante tanto tiempo abandonados. Por consiguiente, quizá un sobresalto, quizá un bostezo allá por enero te adorne el resto del letargo al contemplarme acostado contigo, en mi lecho de papel, y un estímulo más alimente, Salserito, las urgencias de la primavera.

    Noticias nos han llegado contradictorias sobre tu destino último: que si tu rastro se había perdido; que si los furtivos campaban por sus respetos; que si te habían avistado al otro extremo de la cordillera. Mas poco importan los datos que recojo de los periódicos, pues al cabo la complicidad me alumbra todos los misterios con que envuelven tu leyenda los profanos. Por mi parte, prefiero no revelarles que te has ido, que como antes ocurriera con el Rubio, oso que cualquiera hubiera juzgado de ultramar, también tú has cortado por lo sano. Quiero más que ignoren tu entorno, que continúen en su despiste creyéndose amenazados por tu fuerza incontestable, por tu nobleza, y apareciendo retratados al inaugurar reuniones tendenciosas que nada saben de ti, ni falta que les hace. Habrá todavía quien arroje sobre ti las culpas por otro pantano que quede en el archivo, como si fueses tú, Salsero mío, el dique contra el que chocan sus avaricias y sus engaños.

    No les diré que te has ido, y sin embargo es a mí a quien quisiera ocultar tu pirueta, pues no sabes cuánto sufro la ausencia de tu tacto de miel, robada como intruso en las colmenas de Fontanos. ¿Qué pensarán de ti las abejas? ¿Para quién libarán ahora el néctar de los lirios y de los brezos? Huérfanos de ti y enfermos de grafiosis como olmos de la Sobarriba, tu marcha es un símbolo para nuestra geografía.

    Pero no es mi deseo, oso amigo, alterar con mi queja tu letargo, ni que la debilidad de mis sentimientos resbale traidora sobre la placidez de tus sueños. Sucede que a veces, como a ti, me pesa esta tierra depredada y quisiera tener arrestos para rebelarme más allá del espacio que en el papel ocupan las palabras. ¡Ah, si no hubiera olvido y en la memoria existiéramos todavía entre los robles que fueron o nos abrigasen las sebes del valle de Riaño! Podríamos entonces tal vez imaginar un futuro diferente, orladas de arándanos y frambuesas sus cunetas en lugar de las malezas; quebrado por montes enteros un horizonte que ignora su destino a cielo abierto; por encinas vestido el ocre de sus páramos y bañadas por habitantes fluviales sus riberas.

    Gocémonos, en fin, en la cicatriz de las cuatro ruedas motrices que de un oriente lejano nos llegan y admirémonos, oso, con la dentellada magnífica del buldózer. No conseguirán ya alterar, si es que más fuera posible, los recintos que te pertenecieron. Ni siquiera destacados progresos de la barbarie administrativa podrán ahora ulcerar la fragilidad de tu anatomía. Te sabemos entero, lejano y feliz, a pesar de que no se abra ante ti Polvoredo cada mañana.

    A pesar de que tu olfato no se perfume ya con los romeros y tomillos (“tomeros” y “romillos” gustábamos de jugar con las palabras), y por más que tu huella de plantígrado mimoso no venga más a reposar sobre las hembras desconsoladas, queda en ellas y en nosotros la carne colmada por tus mordiscos. Y no es precisamente a esos paisajes adonde acuden, para degradarlos, los bandidos. Sea para ellos la montaña desierta; para los devoradores de setas y para los incendiarios, los bosques esquilmados; sea para los centuriones, para los gladiadores y pretores la provincia, Cartago toda. Nosotros florecemos en las cumbres donde tú nos salvas.

    Por eso la primavera no es tanto la fecha en que despiertes ni la metáfora de una época en que haya de renacer lo que hoy apunta ocaso. Se me figura primavera pensarte, oso Salsero, y saberse compartido (donde estés). Siempre.


Publicado en La Crónica 16 de León, 5 diciembre 1993