Blog de Ignacio Fernández

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viernes, 28 de enero de 2000

Día de la enseñanza

    Como una forma  de homenaje a los maestros, la editorial Espasa Calpe acaba de publicar el libro Nadie olvida a un buen maestro, en el que Raúl Cremades conversa con personalidades españolas sobre la influencia que recibieron de sus profesores. Por otro lado, a lo largo de los últimos meses dos películas menores con tintes entre lo emotivo y lo amargo, La lengua de las mariposas y Hoy comienza todo, han situado también en primera  línea de cartelera el ayer y el hoy de figuras consagradas a la enseñanza, hasta tal punto conmovedoras que pocos han podido sustraerse a sus efectos turbios. Finalmente, dentro de este mismo orden artístico-docente, imposible es ignorar el éxito de ventas que en las citas con el consumo de los años recientes han constituido reediciones de enciclopedias, parvulitos y cartillas, que en su día tal vez fueran  sangre para la letra y que hoy se nos presentan, muy por el contrario, disfrazadas con la hojarasca sentimental de la memoria.
 
    Así, desde una perspectiva de espectadores -la más común en nuestro tiempo-, bien podría parecer que el fenómeno educativo se ha adueñado de alguna de las pasarelas de la moda, o que incluso participa en pie de igualdad con otra serie de inquietudes que conforman el ser español de nuestros días, a saber, el precio de la gasolina, los laberintos digitales, la ingeniería bursátil, las treguas perdidas, las campañas electorales, las turbulencias del balompié, el virus de la gripe... todo aquello en fin que ameniza los bonitos telediarios de la primera. Pero no es así: ni nuestros profesores tienen por lo general la estampa de Fernando Fernán Gómez ni el talante de su personaje, ni los textos con los que trabajamos al lado de nuestros alumnos rezuman el tono enciclopédico del pasado. Y, por supuesto, ni a nuestros centros de trabajo ni a la sociedad que los envuelve, cada vez más cercanos o superando posiblemente a los expuestos en el filme de Tavernier, se les reserva un hueco en los anaqueles de las grandes superficies.
 
    En este año tan insoportablemente redondo de 2000, la enseñanza pública y sus agentes, las profesoras y profesores, se acomodan una vez más a la partida de cartas marcadas y señas vistas, con el ademán propio de los jugadores adictos, de los tahúres trasnochados y de los perdedores sin escarmiento. Se acomodan porque sin duda la actividad educativa, con notables excepciones, es cada día más una tarea funcionaria y, en virtud de las agresiones externas y de los vicios endógenos que padece todo su entramado, resulta evidente que el sálvese quien pueda se ha convertido un poco en el estribillo más repetido en ese ambiente, para cuyo éxito nada mejor precisamente que la funcionarización del rol de educador. Pero, claro, al lado de esa condición de casi obligado cumplimiento, a nadie se le despista tampoco la enfermedad de tizas y pupitres que define todavía a estos jugadores irredentos, que evocan en sus conversaciones el esplendor de antiguos casinos al tiempo que se resignan al rincón cada vez más secundario que les otorga el croupier en el reparto.
 
    En efecto, durante la última década se han alterado sensiblemente las reglas del juego, y en especial sobre los profesores y profesoras de la enseñanza pública ha recaído el reto de la renovación, sin que ello haya supuesto en paralelo un reconocimiento acorde a lo exigido por parte de las administraciones y de la sociedad española. Desde 1990, fecha en que fue aprobada la LOGSE, se han perdido varias oportunidades para sacar adelante una Ley de Financiación de la Enseñanza, que viniera a fortalecer la implantación del nuevo sistema educativo y asegurara el éxito de un nuevo rumbo que, al margen de posiciones divergentes sobre asuntos concretos perfectamente evaluables con el paso del tiempo, apuntaba interesantes conquistas sociales: la ampliación de la educación obligatoria, la dignificación de la formación profesional, la integración y la atención a la diversidad, etc. La experimentación de la reforma y su posterior puesta en marcha supuso un esfuerzo para el profesorado, emplazado por ella a una nueva formación personal que permitiera la adaptación a nuevos currículos, la introducción de nuevas tecnologías, la toma de decisiones compartidas conforme a la autonomía de los centros, la evaluación de la labor docente y otros extremos que, al cabo, no han recibido la consideración que todo ello debiera haber merecido. Esa circustancia, desalentadora en cierto modo, se ha agudizado precisamente en los cursos más inmediatos, a medida que las decisiones gubernamentales, lejos de apostar con firmeza por un sistema público de enseñanza, han otorgado prebendas y favores exagerados a los mercaderes de doctrinas, rompiendo el equilibrio existente entre lo público y lo privado. Y aún mas: ¿hacia dónde apuntan las iniciativas más recientes del gobierno?. Evidentemente hacia la regresión. Vuelven a oírse noticias sobre la conveniencia de establecer itinerarios que criben al alumnado; se proyectan pasarelas entre los grados de la formación profesional, que habrán de degradar de forma inevitable los ciclos superiores sin con ello ofrecer inserción laboral a los medios; se postulan de nuevo los arcaísmos religiosos a la par que se restringe la optatividad y se regatean los apoyos y desdobles; se encubre bajo el ropaje de las humanidades el desprecio por asignaturas que se desearían nuevamente condenadas a los altares marianos; y se digitalizan las aulas con afán de modernidad a la misma velocidad que se cierran las escuelas y se reducen las plantillas, dos especies sin duda de la arqueología pretecnológica.
 
    Así pues, a nadie extrañará que en medio de estas borrascas haya pasado emocionalmente desapercibido un hecho sin embargo trascendental, del que en buena medida depende el futuro de cuanto aquí se ha tratado. Desde el pasado 1 de enero la Junta de Castilla y León es la responsable de gestionar los asuntos educativos en nuestra región, y con ello se abre una larga marcha de negociaciones de cuya cosecha habrán de extraerse los ejes sobre los que fundamentar la construcción educativa de castellanos y leoneses. Dos acuerdos recientemente suscritos entre la administración autonómica y los agentes sociales permiten aventurar ciertas expectativas de bonanza, si bien ese horizonte apenas apreciable todavía  sólo podrá alcanzarse realmente si el grado de motivación y compromiso del profesorado, a través de sus organizaciones sindicales, responde, como lo hizo con otros, a este nuevo desafío y es capaz de vincular al ejecutivo regional con la defensa de la enseñanza pública por la que todos nosotros trabajamos.
 
    Con motivo de este 28 de enero, declarado en el presente curso Día de la Enseñanza, la Junta de Personal de Centros Docentes no Universitarios propone a la sociedad leonesa estas reflexiones tan necesarias como los textos y películas arriba enunciados, por cuyo éxito también nos felicitamos pues alumbran imágenes bien alejadas de los arquetipos profesionales más en boga y de las servidumbres más perversas. En palabras de Félix de Azúa, “aunque profesores y maestros perciban los sueldos más ridículos de la Administración, ni ellos mismos sueñan con recuperar lo perdido en los últimos diez años. Profesores y maestros, último cuerpo religioso que le queda al Estado, no ejercen su profesión como un hábil modo de agarrar por el gaznate a la clientela. Sólo tratan de agarrar algún cerebro solitario y honrado que aún conserve cierta capacidad de autonomía en el océano de niebla gris creado por los últimos gobiernos”.

Comunicado suscrito por la Junta de Personal Docente de León, enero 2000 

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