Blog de Ignacio Fernández

Blog de Ignacio Fernández

domingo, 28 de octubre de 2001

El tren que amamos

    Fue entrañable detenerse el domingo día 2 de septiembre de 2001 en las páginas del Filandón de este diario, para revivir de la mano de Fernando Algorri la memoria del Tren de la Aviación, aquel olvidado ferrocarril que unía la ciudad de León con el aeródromo de la Virgen del Camino durante la última Guerra Civil. No son pocos los que con el amigo Algorri podríamos, seguramente, agitar aquí el recuerdo que todavía pervive de viejos, legendarios ferrocarriles con los que convivimos no hace tanto tiempo: el Shanghai, los Chispa que nos llevaban hasta la playa de Gijón, el Ruta de la Plata... por no entrar en el detalle de cuanto la Asociación de Amigos del Ferrocarril podría sin duda avivarnos, como acostumbra con frecuencia al hacer resonar los pulmones poderosos de ese monstruo extraordinario que dio en nombrarse Mikado.

    Por continuar hacia atrás en la memoria, diremos que corría el año 1989 cuando, por razones académicas, un grupo de alumnos cayó conmigo en el Museo del Ferrocarril de la estación madrileña de Delicias. Pues bien, helos allí, en medio de las locomotoras de vapor, de los prehistóricos vagones de viajeros y de los modelos que fueron un día vanguardia del Talgo, y su inquietud, su única pregunta repetida se dirigía a averiguar dónde demonios podían ver el AVE, del que entonces se comenzaba a hablar y al parecer único ferrocarril que formaba parte de su acervo e interés ferroviario. Naturalmente, la desilusión de aquellos adolescentes era infinita al comprobar que semejante artilugio no había merecido todavía un andén en tan espléndido museo.

     Se habla mucho también de la alta velocidad en la actualidad por estos pagos, y a veces resulta inevitable, ante cierto tipo de declaraciones tan admirativas de la tecnología vertiginosa como ingenuas para la boca que las expresa, recordar el rostro asombrado de aquellos muchachos y muchachas que no concebían otro tren que no fuera el último, el más moderno, el más vendido para la España del 92. ¡Tiempos aquellos! Y se habla de la alta velocidad en esta actualidad y por estos pagos ligando el asunto, cómo no, a esa llaga urbana de la ciudad de León que como una columna vertebral la recorre de sur a norte, la divide e incluso la emblematiza con la pervivencia de lo que algunos consideran un vestigio arqueológico: el paso a nivel. Así que revive el viejo conflicto y los viejos afanes por darle solución, más ahora por supuesto cuando la aspiración de todo buen político provinciano pasa por subir un día en los estilizados y aerodinámicos convoyes de esa loca velocidad a su paso por esta encrucijada de pensionistas y especuladores del suelo. 

    Pero aguantemos el tipo un poco más en el pasado para comprender mejor este presente de cartón piedra. La guerra del paso a nivel, siempre latente y a ratos con vitalidad de primera página, vive sus ciclos por decenios y bueno será remontarnos en su túnel -oportuna metáfora, por cierto- para comprender mejor la tesis que luego sostendremos. 

    A principios de los años 80, cuando las asociaciones de vecinos a pesar de aperecérsenos hoy con tonos sepia no tenían sin embargo el velo amarillo que más tarde ha caracterizado a muchas de ellas, en los tiempos pretéritos -recuerden- del alcalde Morano Masa, desde la ignorancia del vecindario se propuso ya una solución muy similar a la que ahora baraja la sabiduría de técnicos y políticos municipales. Se les acusó entonces de ilusos, de aficionados a las maquetas, de proponer alternativas (el enterramiento del trazado ferroviario) imposibles y, por el contrario, se optó por hundir la avenida bajo los raíles y así fue también como se hundieron millones de fondos públicos en medio de un ridículo del que nunca nadie dio cuenta ni pagó responsabilidades. Vino después, en el año 1990, un segundo capítulo de la pueril polémica: que si por arriba, que si por abajo, que si por el medio... mientras el tal Morano Masa, posiblemente la figura que junto a la del obispo Almarcha más daño ha causado a esta ciudad, continuaba con sus equilibrios vodevilescos en el Ayuntamiento. Naturalmente, todo volvió a quedar en nada, aunque en aquel momento ya publicamos en este mismo diario y a él remito (10 de diciembre de 1990) un artículo en el que defendíamos, por razones más sentimentales y estéticas que otra cosa, el mantenimiento del paso a nivel como seña de identidad de un barrio y de una vergüenza de demasiado fácil olvido.

    Y aquí estamos, otra vez dándole vueltas a la particular disneylandia que cada gobierno municipal propone para suturar esa brecha abierta en canal por raíles y traviesas en medio de los sueños de Amilivia, el nuevo conseguidor nacido a la sombra de las ayudas europeas y de los trucos venenosos del andamiaje leonesista. Eso sí, con la variante añadida de la dichosa alta velocidad que por fortuna no llegaremos a ver, pero que vende mucho y barato en los planos aunque no así en los presupuestos. Pues bien, como ya hicimos en el artículo antes referido, debemos seguir hoy defendiendo la pervivencia del paso a nivel y de todo su entorno ferroviario, pero hemos de hacerlo no ya a la luz de la técnica o del sentimiento, sino de algo mucho más comprensible y prosaico: de la simple razón económica.
  
    Invertir hoy la cantidad de millones de la que se habla con el fin de enterrar la estación y unos cuantos kilómetros de caminos de hierro es puro desperdicio, como lo fueron todas las cantidades invertidas hasta la fecha durante los últimos veinte años en arreglos y desarreglos si, como parece, al final la solución válida es la que a principios de los ochenta apuntó un grupo de vecinos que fue tachado de ignorante e indocumentado. ¡Cuánto tiempo perdido, cuántas palabras y cuántos dineros públicos! Y, paralelamente, qué ha sucedido durante estos veinte años en lo que se refiere al tráfico ferroviario al menos de viajeros. Muy sencillo: la degradación del servicio, la supresión de líneas, un menor número de usuarios a medida que se recortaban también el número de trenes hacia cualquier destino, la involución incluso en algunos trayectos, etc. Razones que no hacen al caso nos han llevado a comparar el dispar proceso seguido en el transporte de viajeros por ferrocarril  o por carretera hacia lugares como Ponferrada o Asturias, por citar dos ejemplos fácilmente contrastables. La deducción es inmediata y sencilla: no pasará más allá de otro decenio para que esos trayectos se extingan por sí solos, sustituidos por la voracidad del transporte por carretera, si el nivel de atención por parte de quien corresponde se mantiene en las mismas constantes del último cuarto de siglo; es decir, favoreciendo descaradamente a este último frente al claro abandono de la opción residual del ferrocarril. Así pues, para qué invertir en una muerte anunciada si no es para disfrazar otros intereses más bastardos.

    Ahora bien, si alguien se cree que saldremos de ésta gracias a los beneficios de la alta velocidad -opción Galicia, opción Castilla-, qué cerca vamos a andar entonces de aquellos adolescentes que se paseaban como bobos por la estación de Delicias a la búsqueda de lo virtual, olvidada la realidad de trenes muchos más tangibles y útiles para la población en general Tanto la apuesta económica por ese proyecto como por la del parque temático diseñado para sustituir el paso a nivel pueden buscarse en cualquiera de los presupuestos del Estado que año a año han elaborado los gobiernos del Partido Popular. Tanto es así que tentado estoy a darles mi voto en próximas elecciones para asegurarme de que, mientras gobiernen, nada de todo ello llegará a suceder. 

    Así que, amigo Algorri, mucho me temo que muy pronto escribiremos todos sobre la nostalgia del ferrocarril, de cualquier ferrocarril de ésos que hoy todavía atraviesan a diario nuestro paso a nivel e irritan a los feroces conductores de automóviles. Te animo, por tanto, a que te sumes a la defensa de ese rincón de los indignados, balcón con mirada libre sobre el tren que amamos, para que no nos roben ni una sola traviesa, ni un sólo centímetro de catenaria, ni un sólo tren de los que nos van quedando hasta que por sí solos y por la desidia común se nos mueran cualquier otoño de estos.
Estación Delicias (Madrid) - Museo ferroviario
Publicado en Diario de León, 21 noviembre 2001

lunes, 3 de septiembre de 2001

La calidad de la enseñanza, un perverso blasón

    A lo largo del pasado curso escolar, pero también durante los inmediatamente precedentes desde que el Partido Popular alcanzase posición de mando en plaza, una palabra perversa, un término ambiguo aunque en apariencia bondadoso, se ha instalado entre nosotros acercándose a la omnipresencia: la calidad.
 
    Desde las administraciones educativas de la derecha, muy en particular desde la cuna ideológica del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, y mediante una estrategia perfectamente programada, se han hecho correr a diestro e incluso a siniestro las ruedas de molino de la calidad de la enseñanza, de tal forma que no hay nadie a estas alturas -llámese profesionales de la educación, legisladores, asociaciones de padres y madres, organizaciones sindicales, etc.- que no haya incorporado a su discurso bien la simple palabra calidad como ornamento, bien su indeterminado significado con el fin de situarse acorde -parece ser- con el signo de los nuevos tiempos académicos. Pero si incluso la Universidad de León ha incluido entre sus Cursos de Verano uno bajo el título “La gestión de los recursos humanos y la calidad en los centros educativos”, con la participación de, entre otros ponentes, técnicos de Endesa o el Presidente del Tribunal de Cuentas. Gran éxito sin duda el de esos mercaderes de la propaganda político/pedagógica que, tras los fiascos pintorescos de doña Esperanza Aguirre, entendieron que para vender una ley, como para hacerlo con un oso, entre otras cosas lo de menos es matarlo, o ni tan siquiera que exista oso, sino que tenga un nombre acogedor, simpático, como de peluche, cargado de buen feeling. Nada que ver, por Dios, con aquellas siglas entre lo impronunciable y lo abstruso tan del gusto socialista -que si LODE, que si LRU, que si LOGSE, que si LOPEG-, que empezaban por no triunfar precisamente porque se atragantaban en las cuerdas vocales y llegaban a provocar arcadas en delicados velos del paladar más acostumbradas a la pauta fina del gregoriano y al sabor del Benedictine. Pero calidad, qué me dicen de calidad,  si hasta suena casi a virtud teologal... Y en fin, qué decir sobre lo que podría ocultarse detrás de aquellas siglas tan opacas, que ni una idea podía extraerse de ellas a bote pronto y lo mismo era algo que tenía que ver con otra cuasi onomatopeya de las más atroces, qué sé yo, catastro, por ejemplo.
 
    Así pues, la traída y llevada Ley de la Calidad de la Enseñanza, ley del Castillo popular, sin que ni siquiera se haya iniciado su trámite parlamentario ni su imprescindible negociación -de llegar a haberla- con los sectores implicados en la misma, es casi ya una ley amiga de todos, de niños y de mayores tanto como de jóvenes y de maduros, que ya es decir, y no así por la barbarie que pueda encerrarse en su articulado, que avisos haylos, sino porque, fíjate tú, es una ley de calidad, de calidad de la enseñanza que tanta falta nos hace, como si lo que viniéramos haciendo hasta la fecha promociones y promociones de profesores y profesoras de los distintos niveles de la enseñanza no fuese calidad, sino triste chapuza, apaño, trapicheo educativo; como si la formación recibida por promociones y promociones de alumnos y alumnas durante digamos nuestra etapa democrática no tuviese que ver con la calidad sino con lo banal, lo pueril y lo cutre; como si los centros educativos -públicos por supuesto, faltaría más- lejos de ser ejemplos de trabajo, programación, evaluación de rendimientos,  planes de mejora..., esto es, expresiones de calidad, fuesen en el fondo y en la superficie simples aparcaderos de residuos humanos que qué demonios podrían tener que ver con la verdadera calidad, esa distinción, esa vitola de clase tan de la genética elitista de lo privado.
 
    Pues nada, a realambrar, a realambrar con música de Viglietti, y calidad para todos. Es decir, a segregar el grano de la paja entre el alumnado para que unos florezcan vistosos en los jardines alegres de la paz mientras que otros sean dados como forraje a los bichos de la granja; a prolongar el número de jornadas lectivas, como si no fuera en número de horas en lo que se mide, y de sobra en nuestro país, el desarrollo del currículum; a rescatar del baúl incorrupto del abuelo incorrupto  la naftalina de la reválida, verdadero signo de modernidad en cuanto sustitutriz de la tan denostada selectividad; pero sobre todo a medir en términos de calidad, sí, pero de calidad tomada en sentido estrictamente economicista el sistema educativo, y más aún, puesto que se administra directamente desde los responsables políticos de quienes tratamos, el sistema educativo público castigado una vez más a una competencia y a una desigualdad evidentes en las condiciones de partida de que goza cualquier otro centro privado, concertado o no. Ley de Calidad, ¡qué alegría!
 
    Porque, a saber, si por cualquier azar o desconocimiento perfectamente disculpable tuviera uno que buscar referencias concretas en eso de la puesta en práctica de lo cualitativo,  nadie ejerce un mejor magisterio que la Consejería de Educación y Cultura de Castilla y León, que nos administra y guarda la competencia educativa. Y así, una pequeña mirada bienintencionada sobre sus procedimientos del curso 2000/01 así como sobre los inicios del 2001/02 puede sin duda hacer luz a los pobres legos acerca de qué calidad se nos viene encima. Basten algunos ejemplos: los alumnos de localidades tan señaladas como León, Ponferrada, Bembibre y Villablino continuarán un año más, contra todo ordenamiento legal, cursando los estudios del Primer Ciclo de la ESO en los colegios en lugar de en los institutos; las fechas de final del curso anterior, así como las del comienzo de éste e incluso las del tránsito entre uno y otro se diseñan a mayor gloria de la ineptitud del aparato administrativo, para quien poco importa si se cumple realmente lo prescrito en cuanto a periodos de reclamación, memorias de departamentos, etc.; se pretende habilitar a un número importante de maestros y maestras para impartir inglés en Educación Infantil sin que hubieran superado el nivel mínimo exigido para su incorporación a esos cursos y desoyendo cualquier reclamación en tal sentido; se desvían, en fin, millones y millones públicos hacia la enseñanza privada so pretexto de la libertad de elección de centro, ignorando paladinamente que no todos los centros tienen la misma libertad para invertir los talentos en bolsa; ninguna medida se ha adoptado hasta el momento, frente a otras comunidades autónomas que así lo han hecho, para recuperar el horario perdido en las materias de Música y Plástica por causa de una reforma pacata de las Humanidades; se adjudican las plazas a los maestros y maestras interinos mediado el mes de agosto, pero se les ordena su incorporación a los centros dos días antes del comienzo de las clases, en este caso el 7 de septiembre, no por prolongar sus vacaciones tan cínicamente denostadas, sino para ahorrarse la miseria de unos eurillos que pertenecen a los trabajadores y que deberían cotizarse a la Seguridad Social de todos. Y así hasta la saciedad en este bonito muestrario del despropósito titulado Calidad de Enseñanza.
 
    Y, como apuntábamos al principio, lo terrible de todo ello es que la estrategia  va poco a poco calando y ya se oye a equipos directivos, a federaciones de padres, a profesores y profesoras, a sindicalistas de toda la vida hacerse eco de las formas perversas del Ministerio y/o Consejerías, al convertirse en los principales voceros de una Ley -mejor dicho, de una palabra- que necesariamente, desde posiciones de progreso en el horizonte educativo como las defendidas por Comisiones Obreras, habrá que combatir por retrógrada, contraria a la mejor de las caligrafías que la LOGSE contenía y exponente de un pensamiento político que pretende devolvernos a la más remota de las remotas “Enciclopedias Álvarez”. Para que así no sea, qué mejor que concluir que la calidad bien entendida, estimados Castillo y Villanueva, empieza por uno mismo, que falta vaos haciendo.

Publicado en Diario de León, 21 septiembre 2001
y en Trabajadores de la Enseñanza Castilla y León, septiembre 2001

domingo, 25 de marzo de 2001

San José Obrero

    En medio de un mes de marzo desnudo de fiestas que echarse al cuerpo, un poco víctimas de la severidad del trimestre y un poco forzados por la confusión que acostumbran a generar las festividades de consumo libre (en ese caso la del día 19 fallero y paternal), ocurrió que caímos de nuevo sobre la prosa de los documentos oficiales donde aparece consagrado el calendario laboral y, claro, del nuevo repaso de fechas, igual que sucede cuando uno vuelve y revuelve sobre cualquier asunto no trivial, se nos descolgó un detalle desapercibido hasta ese momento y que nos colmó de perplejidad: he aquí que el día 1 de mayo merecía la vitola festiva por conmemorarse, según recoge el BOCYL, el día de San José Obrero. ¡Pues qué bien! Sólo faltaba una nota a pie de página donde se nos recordará que, además del designio del santoral, era ésa la fecha de obligada cita con las demostraciones sindicales carpetovetónicas.
 
    Y es que estamos rodeados. Una mínima ojeada sobre la nómina de eventos celebrables nos permitirá reconocer que sólo dos -Año Nuevo y el Día de la Constitución- mantienen una cierta cualidad no contaminada por los efluvios religiosos propiamente dichos. Porque los demás, incluso los en apariencia laicos, siempre hay alguien que se encarga de disfrazarlos al sagrado modo: Carnaval se liga a la Cuaresma, el 23 de abril a San Jorge, el 1 de Mayo a San José Obrero, y el 12 de octubre a la Virgen del Pilar; eso sin entretenernos en el detalle de las fiestas estrictamente locales, siempre hilvanadas con hilo de mitra aborigen o de manto de virgen caída en una majada local, y profesionales que, por lo que a la enseñanza se refiere, van de Santa Cecilia a San José de Calasanz y de San Juan Bosco a Santo Tomás de Aquino entre otros. En fin, que la colección de estampas fervorosas estratégicamente dispuestas sobre el calendario constituye toda una expresión kitch del sentido patrio, de manera que quede bien a las claras quién sigue teniendo en sus manos el mango del sartén: si a duras penas se consiguió -y no del todo- modificar los callejeros desterrando de ellos buena parte del estamento militar, lo mismo que se fueron de nuestros días y noches aquéllos que olían a naftalina fascista, casi habría que recurrir en amparo al Tribunal Constitucional ante el alarmante oprobio de los hitos católicos y de sus defensores en la letra de los boletines oficiales.
 
    Pero no acaba ahí la cuestión. Quien esto suscribe tuvo la dudosa fortuna de estrenarse en la tarea educativa en un instituto de Segorbe (Castellón), tierra de conversos y de carlistas, cuyo nombre no era otro que ¡Virgen de la Cueva Santa!  Sucedió que en una noche de farra quienes allí habíamos desembocado, mayoría en expectativa e interinos como suele ocurrir en todos los arrabales del imperio, convinimos en proponer al claustro la modificación de aquel nombrecito por considerarlo dudosamente adecuado a un centro público. Pero en buena hora se nos ocurrió tal propósito: clamaron al cielo los compañeros del lugar de toda la vida, santiguóse con evidente alevosía el profesor de religión, rasgóse las vestiduras el personal laboral de muy acendrado arraigo en el entorno, se extendió por todo el pueblo nuestra fama de extranjeros ateos e irreverentes... Toda una crisis como no había habido otra por aquellos pagos desde la época de la guerra civil. Menos mal que el Señor Director, un chico bien situado en las filas socialistas y por lo tanto con mucho que ganar en aquella década de los ochenta, medió en el entuerto y propuso una solución de compromiso: “¿Qué os parece si lo dejamos todo en Cueva Santa a secas?”.  Desconozco cómo se resolvió todo, pues no acabé aquel curso en tan pintoresco destino, pero aún es hoy el día en que me pregunto, más todavía si atendemos a cuanto venimos apuntando, qué sucedería si en Cacabelos (León), por ejemplo, alguien propusiera modificar el nombre de su colegio público, a la sazón Virgen de la Quinta Angustia (Cacabelos), San Juan Degollado (Gordoncillo) y Virgen del Arrabal  (Laguna de Negrillos). O como estos casos, otros tantos a lo largo y ancho de la ancha Castilla y León.
 
    Por lo tanto, ahora que ondeamos ya las banderas de abril y que habremos dejado atrás las vacaciones de Semana Santa, como mucho más atrás quedaron las de Navidad (otros dos borrones considerables sobre la condición aconfesional del estado y de su sistema educativo; más graves todavía si nos atenemos a lo que ello redunda en la irracionalidad del calendario escolar), podemos disponernos gozosamente a preparar el Día del Trabajo, es decir, de San José Obrero en versión oficial autonómica. Bueno sería que, junto a otras reivindicaciones paseadas en las pancartas del 1º de mayo, incorporadas a la redacción de alguna plataforma o negociadas con quien procediese, cupiera un hueco minúsculo para combatir estos y otros “sanbenitos” que nos han colgado, al parecer in eternum.


Publicado en T.E.Castilla y León, abril 2001

jueves, 8 de febrero de 2001

La sentencia

    Así como a determinadas castas se les presupone el valor, si una cualidad debe resultar absolutamente imprescindible en la acción sindical no es otra que la perseverancia. Teniendo en cuenta que los procesos históricos y las conquistas en las condiciones laborales son asuntos del largo plazo, que numerosos son los obstáculos que el pensamiento conservador dispone y que, en suma, la percepción social es amiga de lo inmediato, muy pocos retos pueden ser afrontados en el ámbito sindical con cierta perspectiva de éxito si no se cumple como condición necesaria e irrenunciable la constancia.
 
    La reciente sentencia de la Audiencia Nacional que anula la congelación salarial padecida por los empleados públicos en 1997, además de una demostración de eficacia de nuestros servicios jurídicos, pone de manifiesto la tenacidad de la Federación de Enseñanza de CCOO a la hora de perseguir a través de las más diversas formas cuanto es de justicia para los trabajadores y trabajadoras de este sector y, por extensión, de toda el área pública y de otras ramas. Porque es necesario combatir la fragilidad de la memoria y no olvidar que este desenlace judicial no surge de la nada ni puede entenderse sin un análisis más amplio del proceso que desembocó precisamente en las salas de justicia. Está claro que sólo en muy último término, al menos desde nuestros planteamientos, el arbitrio judicial se convierte en mecanismo al que recurrir, y ello sólo sucede cuando en verdad cualquier otra vía de entendimiento o de presión han resultado, no por nuestra parte, insuficientes.
 
    La estrategia que combina movilización y negociación cobró especial vitalidad en la primera mitad de los años 90 cuando, a consecuencia de otra congelación salarial caída sobre el sector público de este país, las medidas de presión promovidas por las organizaciones sindicales y secundadas por los trabajadores condujeron a un acuerdo, que aseguraba paz en ese ámbito y garantizaba un incremento digno en las retribuciones para el cuatrienio 1994-97. El desprecio por parte del Gobierno del Partido Popular de aquel pacto sostenido por la Ley 7/90 fue lo que, en un ejemplo de perseverancia, animó a la Federación de Enseñanza de CCOO a concentrar su esfuerzo en el laberinto de la justicia convencidos de la razón que nos asistía y reforzados por la doctrina de la Organización Internacional del Trabajo; y sólo ahora, cuando ya muchos no somos capaces de reconocer los lazos que unen a través de tan dilatado periodo de tiempo unos y otros hechos, se produce de nuevo la luz sobre una reivindicación luchada, conseguida, ignorada y, finalmente, resucitada por vía de una sentencia.
 
    Revisar en estos momentos ese recorrido no es una cuestión vana. Muy al contrario, asistimos a un segundo capítulo de desprecio, soberbia e insensatez protagonizado por el Gobierno, con su pirotecnia verbal y recursos improcedentes en lugar de acatar el fallo y negociar razonablemente el saldo de la deuda con sus empleados. Así que, frente a ello, una vez más la estrategia de movilización y negociación vuelve a retroalimentarse con mayor fundamento si cabe, desde luego en este caso sin ninguna excusa u olvido que maquille comportamientos abandonistas o desertores. En los meses finales del año 2000, los empleados públicos fuimos nuevamente convocados a defender el derecho a la negociación colectiva entre otros asuntos no menos importantes; en ese momento algunos compañeros y compañeras, comprensiblemente desfondados unos en cuanto a la eficacia de la huelga, simplemente olvidadizos o cómplices del poder otros, fueron derrotados por la duda o por la sumisión. Pues bien, refrescar ahora las claves que llevan de la movilización de 1993 a la sentencia de 2001 -ocho años que con toda seguridad nos han cambiado tanto- debe permitirnos recuperar la conciencia sobre el valor de las medidas que los trabajadores tenemos a mano para alcanzar mejoras en las condiciones de nuestro trabajo, aunque a veces sus efectos se cosechen con tanta tardanza; y debe convencernos además de que las acciones de presión que se anuncian para este año 2001 como prolongación de la huelga del pasado 14 de diciembre, puesto que acabarán dando fruto, han de ser secundadas por todos con la misma firmeza y tesón que la Federación de Enseñanza de CCOO ha demostrado durante la larga travesía y que, como decíamos al principio, evidencian que contamos con la cualidad fundamental para avanzar en las reivindicaciones de los trabajadores y trabajadoras, ya en la consecución de acuerdos, ya en la gestión más discreta y tenaz.