Blog de Ignacio Fernández

Blog de Ignacio Fernández

lunes, 1 de septiembre de 2003

Uniformidad escolar

    Al llegar el mes de septiembre, de forma inevitable los productos que salieron a nuestro encuentro con motivo de las rebajas han acabado apolillados en los escaparates, mientras que otra serie de artículos novedosos pasan a hablarnos de los nuevos viejos tiempos que se alumbran. A este propósito, unos grandes almacenes decoran sus muros con vistosos carteles publicitarios que incluyen, entre una exhibición de materiales para el nuevo curso, un rótulo nada inocente: “Uniformidad escolar”.
 
    Si bien todos entendemos la referencia al vestuario que identifica a los alumnos de ciertos colegios, privados por supuesto, la referencia a que varias cosas sean uniformes entre sí (al estilo del ejemplo que aporta María Moliner cuando indica “la uniformidad de altura de las casas”) no resulta distante del ojo que mira y trata de ver más allá de lo evidente.
 
    Cuando oímos o leemos argumentos contrarios a la oposición entre enseñanza pública y privada, todos ellos bajo la tesis general de que se trata de una polémica trasnochada e inmovilista, solemos ignorar los elementos más sencillos de la disputa, que, por lo común, suelen ser los más esclarecedores. De este modo, si nos atenemos al mensaje de la publicidad de los grandes almacenes, nos daremos cuenta de que se dirige sólo y exclusivamente a un determinado grupo de consumidores, aquél que entrega la educación de sus hijos a establecimientos, llamémosles para ser honestos, con cierto ánimo de lucro. Por el contrario, los consumidores excluidos de este grupo buscarán la indumentaria de sus hijos e hijas en la sección de oportunidades o, en el mejor de los casos, entre la ropa de temporada.
 
    Pero no nos interesa aquí el fondo puramente económico de esa división, sino el significado social y, sobre todo, cultural del fenómeno, para enlazar, acto seguido, con el académico.
 
    Uno de los fundamentos principales de la escuela pública es lo diferente, así en cuanto se refiere a la procedencia del alumnado como en su condición educativa. Frente a ello, la escuela privada ejerce una selección no desinteresada en procedencias y condición para acercarse cuanto antes al que es uno de sus ideales identificadores, la uniformidad, no sólo en la apariencia externa. Incluso cuando ésta se supera, pongamos por caso en centros menos religiosos o por tratarse de cursos ya superiores, la imagen de marca tiende a conservarse como un elemento básico, es decir, como pertenencia a tal centro y, por lo tanto, pertenencia a un grupo elegido y con “uniformidad en su altura”. Lo excluido de ese grupo pasa a engrosar las filas de lo diferente y, en consecuencia, desemboca en lo público, que recoge así tres tipos de alumnos: los que por vocación paterna proclaman todavía su fe en el sistema público, los despojados sociales y los expulsados de lo privado, ya por procedencia, ya por condición educativa.
 
    Es más, si atendemos a otros elementos que participan en el hecho escolar, nos encontramos así mismo con esa dicotomía. Un profesorado diferente entre sí por razón de su proceso selectivo abierto, frente a otro homogéneo a causa de un acceso semicerrado según pautas patronales. Una libertad de cátedra, puesto que el fundamento ideológico no tiene otros límites que los constitucionales, frente a un ideario de centro uniformador en la doctrina. Un gobierno democrático con intervención de los diferentes miembros de la comunidad educativa, frente a una jerarquía claramente piramidal. En suma, lo público frente a lo privado.
 
    Que nuestra sociedad camina inexorablemente hacia la necesaria convivencia entre lo diferente parece ya un hecho consumado que sólo los fundamentalistas discuten. El fenómeno de la mundialización, muy a pesar de lo que pretenden conseguir los modelos neoliberales, no quiere decir que todos vayamos a ser iguales, sino todo lo contrario, cada vez seremos más distintos aunque más juntos, y precisamente en el compartimiento y respeto de lo distinto se cimentará el futuro si llega a existir. La escuela es un eje fundamental en todo este proceso, pues serán las generaciones del porvenir las que asistirán al advenimiento de esos nuevos tiempos nuevos, y en la conciencia sociocultural de padres y madres se apoya hoy la preparación de sus hijos e hijas para expresarse y entenderse en esa era.
 
    Dicho todo esto, cada cual puede reflexionar acerca de en qué tipo de centro educativo se ofrecen más posibilidades ante los signos que anuncian lo que se avecina. Sobre la responsabilidad de cada cual recae la formación de autistas sociales o de individuos educados en y para la integración. Y, en fin, cada cual sabrá en qué sección de los mismos grandes almacenes adquiere la indumentaria y las repercusiones que ello tiene. Naturalmente, en eso coincidimos todos como seres pasivos: tanto los grandes almacenes como los colegios privados son vendedores de producto manufacturado no con cualquier procedimiento y objetivo.

Publicado en Diario de León, 7 septiembre 2003

jueves, 17 de abril de 2003

El hecho religioso en la guerra santa

    Beethoven, El Greco y otras entidades de la cultura y de la historia universales podrán por fin ser comprendidas con acierto por las futuras generaciones merced al hecho religioso, semi-asignatura amancebada con la estricta religión católica que la ministra Pilar del Castillo defiende con la fe propia de los conversos. Evidentemente, quienes no tuvimos la fortuna de educarnos en la trascendental aritmética de los hechos, si se exceptúan los que tiempo ha fueron de obligado cumplimiento, es decir, los de los apóstoles, nunca sabremos ya lo que nos hemos perdido y proseguiremos nuestra singladura inválida por un mundo que apenas si alcanzamos a comprender sólo en su epidermis.

     Quizá por ello nos empeñamos en no entender por qué una guerra puede ser santa ni por qué los líderes de una y otra facción claman a sus dioses para glorificar la barbarie. Nosotros, los analfabetos fácticos, nos limitamos a contemplar las tierras de Asiria y de Caldea asoladas por generales de uno y otro signo gobernados por un único dios, aquel que la mitología, pagana por supuesto, llamaba Marte; nosotros, los maleducados ateos, apenas si reconocemos los asentamientos violados de los zigurats y de los jardines de Babilonia donde una vez, dicen, vio la luz la civilización; nosotros, los perplejos e indignados, como simples frutos malditos del árbol de la ciencia del bien y del mal, cuyas raíces se hundían entre las riberas del Éufrates y el Tigris, ingenuamente creemos todavía que la única guerra que está justificada es la guerra contra el hambre.

     Madres y padres vimos estremecerse hace unos años cuando Federico Mayor Zaragoza anunciaba que “volverán a llamar a la puerta para que nuestros hijos vayan a la guerra”. Y negaban la evidencia de la profecía confiados en un supuesto puente tendido desde el código -civil, ¡quién lo diría!- de Hammurabi y este siglo XXI reconducido a las ortodoxias religiosas como bombas de racimo. ¡Qué terrible engaño!

     Pero pronto nuestros hijos vendrán en verdad a rescatarnos de la confusión. Ellos, apocalípticos e integrados desde la educación infantil, resolverán el enigma de los hombres de dios en la Tierra que, a su imagen y semejanza, imparten una justicia que llueve desde el cielo con uranio empobrecido; ellos, rescatados para la vida por una escuela para la dominación y la competencia, reirán nuestras miserias y se mofarán de las conciencias que son nuestro peor lastre; ellos, a salvo por fin de valores para la convivencia y de temas transversales tan inútiles como la paz o la igualdad, sabrán advertirnos de que la sombra de Caín vaga errante todavía, incluso mucho más allá de las fronteras ibéricas como Machado pensaba. Nuestra esperanza reside, pues, en que también a ellos vengan a reclutarlos para una guerra  que ha coronado a España -que no a sus ciudadanos- con el ridículo y la deshonra, ahora y en la hora de nuestra  muerte, amén.

(Encargo para una revista universitaria que no llegó a editarse, abril 2003)

domingo, 6 de abril de 2003

Para Joaquín González Vecín

    Todavía quien acuda a votar el día 9 de abril para elegir la Junta de Personal Docente de la Universidad de León podrá reconocer en la lista de CCOO el nombre de Joaquín González Vecín. No hay trampa ni patetismos en esa presencia inmarcesible: él mismo expresó su deseo de integrar una vez más una candidatura que ha cobrado una dimensión inesperada tras su muerte. Pero está claro que la papeleta de votación ha devenido histórica no por el hecho fatal que la envuelve, sino por la dimensión histórica que le concede coronar la andadura de un personaje igualmente histórico ya, entrañable, comprometido y cabal hasta sus últimos momentos.
 
    Para muchos de nosotros Joaquín era un prototipo. Cuando se creó la Universidad de León, ¡va a hacer veinticinco años!, y todos éramos mucho más jóvenes y más sanos -él sin duda el que más-, los pocos profesores que integraban su claustro eran perfectamente clasificables de acuerdo con sus tics o sus maneras y eran reconocibles y reconocidos como no alcanzará nunca el anonimato y la dispersión actual. Lo de Joaquín era la pipa y la profusión bibliográfica; a partir de ahí todo valía, así en sus clases como en las calles de las que quiso ser alcalde. Nunca tuvo la pátina de sabio, a pesar de que compartiera con los genios cierto aire de aparente despiste, ni era especialmente magistral; pero guiaba, aportaba orientaciones, no era dogmático y era listo en el mejor de los sentidos. Se hacía querer y respetar de una forma desprendida, como si nada le fuera en ello, pero pocas naturalezas humanas le pasaban desapercibidas. Tanto que su propia especialidad académica, la Geografía Humana, era él mismo; ninguna otra materia, ni la Historia a la que contribuyó ni la Medicina que no lo salvó, hubieran podido congeniar con su humanidad.
 
    Porque, además de todo esto, Joaquín no faltaba a ninguna cita con el destino histórico, ése que se teje con los hilos comunes de la vida cercana e inmediata para transformarla hasta repercutir en los estampados más nobles. Sin remontarnos más atrás, baste constatar que en los últimos años compartía con absoluta dignidad su enfermedad con todas las convocatorias de respuesta a la política del actual gobierno, ya fuese para denunciar los retrocesos democráticos de las leyes educativas, ya fuese para clamar contra una guerra bárbara e injustificable como la de Irak. Nunca fue un hombre equidistante, ni aunque el mal que se lo iba llevando poco a poco se lo hubiese permitido; siempre estuvo en su sitio, coherente y tenaz, perseverante, rara avis a estas alturas en los recintos feudales de nuestras universidades.
 
    El Sindicato de Enseñanza de CCOO se honra de haberlo tenido como compañero y como miembro significado de su Consejo Provincial. Con su adiós nos propone el reto de ser también perseverantes y tenaces a su altura, pero ahora en orfandad. Y para todos nosotros y para cuantos lo convivimos, en el ámbito de que se tratara, cobran valor nuevamente y más que nunca las palabras de Jorge Manrique: “dejónos harto consuelo su memoria”.

Publicado en Diario de León, 7 abril 2003

miércoles, 26 de febrero de 2003

El espíritu de la ferretería

    Y al final, ni barco pirata ni salón de las artes. Depósito de piedras muertas.
 
    Diez años después de que el edificio Pallarés cesara su actividad cultural para ser remodelado, no se sabía bien con qué fin, vuelve a hablarse del que parece va a ser su destino definitivo y relativamente cercano: Museo de León; es decir, silo receptor de los fondos históricos desperdigados entre el claustro de San Marcos y las salas de la calle Sierra Pambley. ¡Quién podía suponer tan bárbara transformación genética! Y, sin embargo, ¡qué lógico resulta todo en esta ciudad pensionista!
 
    Siempre ha estado ahí, inválido como una proa desorientada en la plaza de Santo Domingo, soportando paciente la trama urbanística y la inopia provinciana de nuestras instituciones, afligido y menospreciado, a la deriva de políticas sin fundamento. Pobre edificio Pallarés, triste ciudad sin alma. Siempre ha estado ahí y algunas memorias recuerdan todavía -se duelen todavía- la batalla librada en origen para salvarlo de una condena burocrática y transformarlo en un espacio para la cultura local, que es decir tanto como cultura universal si está viva, si es dinámica, si se concibe en tránsito y por ella transita un dinamismo vivo. Siempre ha estado ahí, bajel perenne en medio de un mar escaso de horizontes, habitado y deshabitado, sostenedor de un corazón que latía, a veces desbocado, a veces contenido, como un ser que siente y que se siente.
 
    Casi sin solución de continuidad, vio sustituidos sus anaqueles y repisas cargados de chavetas, alambres y vasijas de cinc por una muchedumbre de artistas inclasificables que colgaban cuadros abstrusos en sus paredes, junto a fotografías vertiginosas y esculturas de neón. La espontaneidad tiene esas cosas y algunos concibieron aquella transformación como un tiempo de esperanza; incluso los hubo que se atrevieron a invocar un rincón para las minorías, qué sé yo, hasta un leve hueco lírico para poetas y amantes de la danza. ¡Vanidad de vanidades! Pero sí, Pallarés existía aun a pesar de  domadores y otros arribistas que la Diputación colocaba en su sala de máquinas para domesticar aquel impulso tan ingobernable. Salón de las Artes lo nombraron cuando todavía olía a metales y a cuerda de pita. Fue así hasta que a alguien se le ocurrió colocar en la fachada que da a Piloto Regueral una lápida para una posteridad que apenas si duró lo que dura el recuento de las urnas. Por aquel entonces, se le había encargado a un lozano arquitecto del otro lado del Manzanal el proyecto para la definitiva mutación del edificio, y éramos todos tan de pueblo que nadie en el Palacio de los Guzmanes sabía realmente lo que se quería hacer, el caso es que hubiera un bar moderno con piano y una tienda con objetos caros e inútiles como en el Thyssen; hasta el joven servil que en esas fechas presumía de dirigir sin dirigir aquella entelequia lanzaba consignas vanguardistas al técnico berciano para que no se olvidara de instalar conexiones para cederom en todas las salas. ¡Ingenuo y palurdo año 92!
 
    Pallarés fue cerrado y sólo obreros de la construcción pudieron seguir paseando por la ferretería. Estaba claro que era el final; la derecha tiesa de nuestras tierras de adobe había reconquistado el gobierno provincial y no iba a permitir que aquella acracia artística contaminara a  ciudadanos de tan recio abolengo. No, señor, de lo que se trataba ahora era de levantar un buen Musac y un Auditorio como dios manda, y museos bonitos para los turistas, aunque por el camino se nos caiga algún palacio o se viole una casa porticada en la Plaza del Grano. Esto es, llenar de maquetas inertes el viejo Ayuntamiento y ubicar la semana santa, con sus valores incluidos, en el almacén arruinado del Conde Luna. Y para el barco pirata que un día se atrevió a desconcertar conciencias y sensibilidades, qué mejor que unos cuantos restos de tumbas y la bisutería gloriosa de los ancestros. Un barniz de historia que, probablemente, es lo único que podemos aspirar a ser.
 
    Me disculparán, pues, arqueólogos e historiadores antiguos. Me disculpará Luis Grau si clamo aquí por el espíritu de la ferretería. Me disculparé yo mismo por no haber invadido de nuevo el edificio Pallarés y dejarlo al albur de los vientos hostiles. Nos disculparemos todos y, a partir de hoy, como si fuésemos una Lancia postrada, intentaremos reconocernos en las ruinas. ¿Qué será de esta ciudad cuando Pepe Tabernero arroje la toalla o Alfonso Ordóñez decida, desilusionado, volverse a Barcelona?

Publicado en Diario de León, 13 marzo 2003