Blog de Ignacio Fernández

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sábado, 18 de octubre de 2008

By pass

    Nos han instalado un bypass en el sur del corazón ferroviario. A través suyo se desvían los recuerdos de un tiempo extinguido, a la vez que sangre fresca sustituye para siempre la vieja historia de la ciudad y los restos de un barrio en descomposición. Muy pronto, hacia el núcleo de ese mismo corazón penetrará un bisturí de modernidad y de vértigo, que sajará sin remedio los antiguos tumores y permitirá renovar el tejido cardiaco con nuevas avenidas, edificios pretenciosos y una humanidad desclasada. Lo que en su momento fue decrepitud y más tarde enfermedad y agonía, está a punto por fin de ser liquidado con una operación de cirugía terminal.

    La margen derecha del río Bernesga, en los arrabales de la ciudad de León, construyó casi toda su vida urbana en torno a las instalaciones del ferrocarril y, en menor medida, de la azucarera y de otros talleres que vivían de los humos del uno y de la otra. Se levantó así un barrio en cierto modo endogámico, donde sus habitantes solían ser ferroviarios, hijos de ferroviarios, nietos de ferroviarios, huérfanos de ferroviarios, parientes de militares del batallón ferroviario, estudiantes de la escuela de aprendices ferroviarios y así sucesivamente. Había, por supuesto, un bar ferroviario, varias ferreterías, casas de la renfe, un paso a nivel, unas escuelas de la hermandad ferroviaria, un cine o dos y hasta una cofradía con faroles que imitaban a los que antaño portaron los mozos de tren. Todo aquello era sustancial a las gentes que allí habitaban, que cuando se atrevían a cruzar las fronteras de los raíles y del río para dirigirse al centro de la ciudad, solían decir “vamos a León”, como si realmente aquél fuera otro mundo distinto, otra localidad diferente, otro estilo de vida. Y no hay duda de que así era, nadie podría discutir que se trataba de un barrio con identidad y con ideología, porque de la misma forma que se heredaban profesión y rutina se hacía lo propio con el pensamiento y con la manera de ser labrados a base de sirenas proletarias. La pequeña contestación política y la inquietud sindical emanaban desde los talleres de clasificación, de material móvil y desde los depósitos, se acomodaban en los tapetes de las partidas vespertinas y entraban incluso en unas habitaciones modestas que se calentaban con carbón y más tarde con bombonas de gas butano. Seguramente, todo eso explica en buena medida las generaciones de hombres y mujeres de izquierda germinadas por aquel efecto invernadero.


    La pandemia del automóvil, sumada a una planificación del transporte absolutamente miope, provocó los primeros coágulos en un corazón que comenzaba a tener dificultades para latir. El flujo sanguíneo fue disminuyendo de forma inexorable, se sucedieron jubilaciones, ajustes de plantilla, traslado de labores, declive de mercancías y adelgazamiento de trayectos. Sin embargo, a pesar de tan riguroso régimen, siguieron en pie aurículas y ventrículos con un ritmo atenuado que nunca llegó a detenerse; ni siquiera a amortiguar sus reflejos sobre otros elementos del sistema ciudadano, cada vez más molesto y al borde de la taquicardia. Poco después, los nuevos modelos urbanos, el nivel de vida y los años dulces de las hipotecas animaron el infarto. Las gentes se fueron hacia los polígonos, las áreas y las urbanizaciones, es decir, hacia los no-barrios, y aquel otro de su origen quedó envejecido y enfermo de un progreso que lo condenaba al ostracismo. Más o menos como los andenes de la estación, semivacíos y cortados por un cuchillo de frío que helaba a empleados y viajeros como una condena atávica.

     Consumada la infección, fue entonces cuando un lumpen sucedió a otro para sostener al menos la última insignia diferenciadora de ese espacio. Los venidos de fuera se instalaron en la ruina y otorgaron al entorno una nueva configuración a base de bares latinos o norteafricanos, carnicerías musulmanas, locutorios, muchedumbres variopintas e incluso jóvenes de nuevo cuño, que aplicaron un masaje inútil de vitalidad al músculo deteriorado. Al cabo, no ha sido sino un efímero marcapasos con el único sentido de confirmar la condición del gueto.

    Finalmente, la instalación del bypass nos advierte de la muerte segura. La renovada apuesta por el ferrocarril no significa ni mucho menos la resucitación. Si se confirma lo planeado y la economía de casino lo permite, la transformación de la ciudad convertirá el corazón ferroviario en un escaparate tan futurista que ni siquiera permitirá la contemplación del paso del tren, enterrado como una vergüenza, y provocará otras migraciones, en este caso burguesas, hacia un enclave chic y aeroportuario, con la firma del arquitecto francés Dominique Perrault como emblema.

    Lo cual que nadie piense que cualquier tiempo pasado fue mejor. Los ferroviarios, los padres de ferroviarios y los abuelos de ferroviarios nunca pensaron que llegarían a verlo, es decir, que deseaban afanosamente que ocurriera. De modo que no estamos hablando aquí de paraísos perdidos ni de idealismo naturalista: todas aquellas gentes pelearon como nadie por el progreso tanto de su barrio como de su medio de vida; cuestión bien distinta es si el desenlace coincide con lo deseado y si los tiempos han sido los adecuados. Sencillamente, como decía Machado, se canta lo que se pierde.

Publicado en El Mundo de León, 29 octubre 2008