Blog de Ignacio Fernández

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domingo, 13 de marzo de 2011

Bonba al paso nivel

    Corrían los años primeros de la democracia, en cohabitación todavía con los ayuntamientos del viejo régimen; el movimiento vecinal hervía entonces como una de las expresiones más vivas de los nuevos tiempos; y las demandas ciudadanas domésticas se centraban en reivindicaciones aparentemente ingenuas vistas desde la actualidad: una acera, un parque, un colegio, unas farolas… Bien o mal, lo cierto es que aquel catálogo de lucha fue siendo medianamente atendido e incluso resuelto, a la par que muchos ayuntamientos se iban poco a poco esclerotizando, que las asociaciones de vecinos se sometían a los nuevos poderes o se diluían en programas de festejos, y que los sentimientos colectivos de barrio eran sustituidos por las aspiraciones burguesas de la vida alegre. No fue diferente, claro, el devenir de la ciudad de León, si bien a pesar de los años, de las corporaciones municipales sucesivas y de los ciclos económicos, ha mantenido heridas abiertas hasta la fecha que sólo se explican por la pasividad de su ciudadanía o por la inoperancia de sus políticos. Así ha ocurrido, por ejemplo, con su inacabada ronda exterior, que infarta la movilidad interna, o, de forma mucho más emblemática, con la llaga de un paso a nivel sin parangón casi en la geografía urbana nacional.

     Conviene, pues, en estos momentos en que parece que por fin se apuran los días de vida para este monumento a la desidia, rescatar del olvido algunas imágenes amarillentas que deberían compartir los modestos laureles del triunfo con las de aquellos que con mayor o menor mérito vengan a anotarse el éxito de última hora. De este modo, un lugar destacado en ese álbum habría de ocuparlo el rastro perdido de una pintada pintoresca que apareció rotulada, allá por los últimos años setenta, sobre uno de los letreros que advertían del peligro de atravesar las vías con las barreras bajadas. Decía simplemente “bonba al paso nivel”, escrita seguramente con prisa, que no estaba el horno para bollos, y con falta de ortografía incluida, lo que la dotaba de una cercanía sentimental liberadora en la práctica de todo valor ofensivo. Fue con toda probabilidad el estertor anónimo de un sentir compartido por cuantos habían vivido y muerto en aquel barrio animado y estrangulado por el ferrocarril; aquéllos que en su día se organizaron en la que fuera una de las primeras asociaciones de vecinos de la ciudad, que agrupaba los núcleos del Crucero y de La Vega, y que hicieron gala de un aire combativo que permitió, entre otras conquistas, salvar de su total degradación el vivero de Obras Públicas para su transformación posterior en lo que hoy conocemos como Parque de Quevedo.
    Entre cuantos militaban en aquella asociación se parió esta idea, que luego se adjudicó sin pudor y sin los debidos derechos de autor el muy sagaz y oportunista alcalde Morano Masa, y otras más que debieran haber servido para una adecuada integración de las vías del tren o para el traslado de la estación hacia otro enclave más oportuno. No deja de ser curiosos que treinta años después uno y otro propósito vayan a consumarse, no al modo de lo que pretendían aquellos analfabetos escribidores de pintadas que ni soñaban con la alta velocidad, pero que no andaban desencaminados en sus propuestas rudimentarias tal y como el tiempo ha venido a demostrarnos. Es evidente que no eran unos lunáticos, como se les calificó en aquellas fechas, aunque desde luego tampoco compartirían hoy el sesgo por el que finalmente ha derivado la solución del problema. Quiero decir que era gente sencilla, como lo fueron siempre desde sus orígenes las gentes de aquellos barrios hasta que la fiebre del consumo nos cambió la vida a todos, y que sus aspiraciones difícilmente casarían con los dispendios de un transporte caro y elitista, que al cabo vendrá a firmar no sólo la defunción de esa cicatriz insoportable sino también la de un modelo ferroviario más asequible, útil y democrático.

     No nos engañemos: el triunfo de la alta velocidad, de cuyas virtudes no dudamos, es también la condena del transporte ferroviario popular en la medida en que se convierte por decisión política en fórmula sin alternativas. No servirá, por ejemplo, para ganarle mercado a la carretera en los trayectos cortos y medios, que debieran ser prioritarios en esta competencia desleal; pero tampoco valdrá para las largas distancias si su precio, según sucede en los itinerarios ya en explotación, supone un esfuerzo que no está al alcance de cualquier bolsillo, mucho menos en unos tiempos de recesión que están por durar.

     La bonba ha estallado, por lo tanto, y se llevará por delante el dichoso paso a nivel: de haber podido asistir a semejante acontecimiento, nuestros padres y nuestros abuelos, incrédulos por obligación, se habrían frotado los ojos sin duda. Pero lo que observarían también es que la onda expansiva tendrá efectos colaterales no del todo deseados. Lo dicho antes es sólo una muestra, pues todavía sigue por determinarse en qué medida pervivirán otras instalaciones y otros empleos, qué grado de relevancia conservará el nuevo escaparate en el conjunto del sistema o de qué servicio llegaremos a disponer más allá del factor centrípeto de la capital del Estado. Sin olvidar, aunque nos resulte paradójico, que cuando se consume el enterramiento del trazado a su paso por la ciudad, nunca más contemplaremos una estampa que nos fue siempre entrañable, la del paso del tren, sustituida definitivamente por ese otro monstruo que a nadie parece molestar, el automóvil.
80 años atrás
Publicado en El Mundo de León,16 marzo 2011

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