Blog de Ignacio Fernández

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sábado, 21 de mayo de 2011

La indignación

    La dichosa indignación, como tantas otras palabras cuyo abuso las convierte en comodín semivacío, en un significante sin significado porque sirven igual a un roto que a un descosido, es el término de moda. Lo que ha conseguido el resistente francés Stéphane Hessel con su librito Indignaos y que otros han venido a corear después, como el más reciente y local Reacciona, es sencillamente dar nombre a una realidad amorfa que cada día es más evidente y menos productiva: el cabreo general de la sociedad española. Todos estamos enojados con todos y contra todo, un estado que en nuestro caso no sólo tiene que ver con los malos tiempos que vivimos, sino que viene de lejos y tiene sus principales maestros en algunas de sus señorías y su maleducada forma parlamentaria de comportarse. Sin embargo, ese enfad, que en puridad debiera promover algún tipo de reacción siquiera defensiva, no hace sino alimentarse a sí mismo con escasos visos de rebelión general. Eso es lo que conviene a la diestra forma de pensar y gobernar, pues saben bien los poderosos y sus vasallos que la irritación, si es desordenada, paraliza tanto como el miedo, las dos constantes que últimamente presiden nuestro ser y nuestro estar nacionales. Por el contrario, desde una perspectiva siniestra, la indignación requiere organización para convertirse acto seguido en acción. Irritarse por irritarse, aun con sobradas razones, no suma, sólo produce vinagre cuando fermenta y amarga más todavía. La irritación precisa moldes, es decir, organizaciones que la articulen como una amalgama de voluntades conscientes de la necesidad del cambio, en lugar del cambio de necesidades que es lo único que formulan las iniciativas aisladas. Obsérvense en tal sentido los llamados manifiestos de la dignidad o la mayoría de los programas electorales, que se quedan en puras y lisas letanías de propuestas sin espíritu de acción colectiva verdaderamente transformadora.

Publicado en La Crónica de León, 20 mayo 2011

viernes, 6 de mayo de 2011

La lentitud

    El tiempo, así como sus magnitudes y percepciones, es también un ente susceptible de atenderse desde una dimensión política, y, como tal, gobernado e interpretado a siniestra o a diestra. De hecho, la lentitud bien entendida es, a nuestro parecer, un auténtico acto revolucionario en la época en que vivimos y para la que se avecina. Enfrente, la velocidad es una trituradora de vida, de reflexión y de paisaje. Sin ir más lejos, el fracaso escolar hunde parte de sus raíces en mentes educadas para asumir la realidad al ritmo de las imágenes de un vídeo-clip o de una consola, todo lo que no fluya con ese vértigo aburre o desespera; naturalmente quienes ejercen la profesión de enseñar los primeros. Pero también los adultos hemos incorporado esa dinámica a nuestros horarios y quehaceres hasta el punto de no reconocernos sin ansiedad, sin estrés, sin prisas: las vacaciones aplanan al cabo de días, la jubilación amojama el espíritu y la calma nos desorienta. Así que nos rebelamos contra las señales de tráfico y los radares, detestamos las pausas y nos quedamos callados sin saber qué decir o rechazamos las películas francesas porque en ellas, cuentan, se ve crecer la hierba. Por el contrario, nos sentimos desheredados si a nuestra ciudad no llega un tren veloz ni una autovía, nos amarga no disponer de la última versión del sistema operativo y maldecimos nuestro destino cuando hemos de detenernos ante un paso de peatones, esos seres antediluvianos. Por lo mismo que ya no escuchamos discos, sino canciones; que ya no leemos libros, sino recensiones; y que ya no nos detenemos en las noticias, sino en los titulares. Así que lo raudo conviene al poder y a sus vasallos, no vaya a ser que tengamos sosiego para pensar y descubramos que el tiempo puede llegar a ser tan dorado como gratuito, porque se puede dar y compartir como un bien mostrenco. O que en el colmo de la insensatez se nos ocurran otras formas de organizar nuestra jornada de trabajo y de ocio y se nos vengan abajo algunos de los argumentos con los que nos han domesticado.

Publicado en La Crónica de León, 6 mayo 2011