En
ese mar de emprendedores y otras etiquetas genéricas similares al que nos
conduce la ola conservadora, tiene razón de ser todavía una palabra tan digna
como obrero (u obrera, si se me permite simplificar el rasgo de género). No
hay definición más sencilla que la aportada por la Real Academia Española: “el
que trabaja”. De otro modo más literal podríamos decir también “el que obra”,
es decir, según la misma fuente, “hacer algo, trabajar en ello”. No hay por qué
darle más vueltas ni entrar en matices: obrero lo es tanto el que trabaja
manualmente en un sentido clásico como el que obra más modernamente en jóvenes
tareas, ya sea el cloud computing
o el community management. Con un
detalle decisivo, no obstante, si volvemos a la RAE: el de la retribución. Esto
es, que recibe a cambio “recompensa o pago”. Poco se habla de esto ahora y
menos aún desde que lo obrero fuera estigmatizado por un afán ilusorio de
distinción. Indudablemente, mucho han tenido que ver también los nuevos trabajos,
la volatilidad del empleo y los cambiantes modos de producción, y mucho más
todavía la semilla de la anti-conciencia de clase, que ha germinado en clases
medias, autónomos, profesionales liberales, auto-empleados y más recientemente
en los citados emprendedores. Por no mencionar el drama de los desempleados ni
la casta singular que formamos los empleados públicos. Sin embargo, nadie podrá
negar que una constante se mantiene e incluso se mantendrá en la nueva edad:
por más compleja que haya de ser nuestra sociedad, el tiempo de los que obran
seguirá siendo vendido a cambio de un salario. No importará el quehacer ni la
localización. De tal manera que, puestos a dibujar el mapa de lo que nos viene,
más vale servirse de la línea fina y ajustar nuestro vocabulario. Tal vez así
las piezas del puzzle social vuelvan a encajar y consigamos situarnos para obrar en consecuencia. De lo contrario, como titulaba
Sánchez Ferlosio, “vendrán más años malos y nos harán más ciegos”.
Publicado en La Crónica de León, 4 noviembre 2011
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