Durante
la segunda mitad de la década de los setenta, una especie de cantautor leonés,
felizmente retirado a tiempo, recitaba en sus contadas actuaciones una canción
dedicada a la figura del emigrante. Méritos artísticos aparte, quiere ello
decir que por aquel entonces –no hace tanto- el asunto de la emigración seguía
estando muy presente en nuestro imaginario laboral y social, tanto que llegaba
a servir todavía como inspiración para los presuntos poetas. Vinieron luego los
años de la silicona y el país se hizo varios implantes hasta el punto de que el
fenómeno se invirtió en inmigración y nuestras cortas memorias se encargaron
del resto, es decir, de borrar la huella de nuestro pasado inmediato y de
nuestra condición errante. Mas hete aquí que el polímero en cuestión resultó
ser del género PIP y con el tiempo, como ocurrió con todas nuestras otras
burbujas artificiales, acabó por provocarnos males severos y se hizo necesaria
su retirada de nuestros cuerpos enfermos. Esta nueva política nos devolvió a
nuestro ser austero y pobre tradicional y reabrió, como no podía ser de otro
modo, las rutas de los emigrantes: hasta siete diarios se contaron en nuestra
provincia durante el año 2010 y un total de 500.000 personas abandonaron el
país a lo largo de 2011. Pero a diferencia de aquellos del siglo pasado, que se
iban con lo puesto y una maleta de cartón a limpiar letrinas en las fábricas
alemanas, pero que soñaban con regresar un día, nuestros emigrantes del siglo
XXI no retornarán nunca. Son gente bien formada en su mayoría, con todo el
mundo por delante, con expectativas de explotación o de realización personal
bien distintas a las que les ofrece el mercado nacional y, no lo dudemos, con
otro reconocimiento. Al menos, que se sepa, más allá de nuestra frontera no se
oye hablar de recortes (¿o son reformas?) en materia de educación e investigación. Parece ser que hemos vuelto al futuro.
Publicado en La Crónica de León, 27 enero 2012
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