En
estos tiempos de marcas, logos, signos, tatuajes, etiquetas y otros atributos
que certifiquen externamente nuestra singularidad, también la España nuestra y
la de Cecilia persigue con ahínco una señal, un lema, un distintivo que nos
haga únicos y excelsos en el universo mundo. Y puesto que son estos unos
tiempos muy poco dados a la épica de cualquier tipo, hete aquí que nada mejor
que el deporte y sus héroes para ilustrar las glorias nacionales y el progreso
de lo hispano hacia cotas inalcanzables para otros pueblos más vulgares. De
paso, exaltamos el patriotismo que es, junto al miedo, el principal impulso del
adormecimiento de las masas y de la idiotez social que tan magnos réditos
producen a los mercaderes. Es lo que hay, como diría el otro, y por eso
montamos un dos de mayo frente al sarcasmo de unos muñecos franceses y hacemos
senadores o levantamos estatuas a los deportistas agredidos, siempre y cuando
no se llamen, a pesar de haberse nacionalizado, Johann Mueleg, Josephine Onyia
ni Alemayehu Bezabeh, que en paz descansen. También el cinismo, como se ve, es
una marca nacional. Y la miopía, naturalmente, que nos oculta la visión de otra
España tan perenne como ancestral, cuyos atavismos creemos a veces superados,
pero que al cabo terminan por resurgir. Apenas concluyendo el segundo mes de
este año fatal, indicios, si no realidades, vuelven a observarse de este
fenómeno astral que sitúa al país como inigualable entre los inigualables.
Desde los garzones a los camps, desde las reformas a las proclamas de
austeridad, desde los modales a los pregones de semana santa, la España de la
boina vuelve a amanecer y nos lleva a revisar en la literatura una expresión
que nos signifique por encima de otras modernidades fenecidas. Lo dijo mejor
que nadie Antonio Machado en el poema titulado Por tierras de España, ése que concluye con un verso capital: “…por donde
cruza errante la sombra de Caín”.
Publicado en La Crónica de León, 24 febrero 2012
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