En realidad,
si hiciésemos uso de una memoria un poco menos perecedera de lo que
acostumbramos, nos daríamos cuenta enseguida de que no hace tanto tiempo que
tenemos barba. Apenas treinta años, pues sólo en 1980 el Fondo Monetario Internacional
incluyó a España entre los países industrializados, momento en que dejó de ser
un país receptor de ayuda internacional para convertirse en un país donante.
Dos años después, en 1982, el Banco Mundial dejó de calificar a España como un
país en desarrollo. Sólo treinta años de madurez, por lo tanto, si se nos
acepta la imagen del vello facial para referirnos al crecimiento del país sin
desprecios genéricos.
Por otra
parte, tampoco hace tanto que nuestros datos de población remontaron el vuelo
de forma positiva. Primero levemente en los años 80 y 90 y luego de un modo más
vertiginoso por efecto de la inmigración en la primera década del siglo. Sin
embargo, el Instituto Nacional de Estadística acaba de advertirnos de que en
los últimos doce meses la población española se ha reducido en 45.245
habitantes, como consecuencia de que han vuelto a salir del país más personas
de las que entran en él. Por eso, si nuestra memoria no fuese tan selectiva y
de tan corto recorrido, en ello reconoceríamos de inmediato cierto estigma del
ayer barbilampiño que parecía casi superado por completo.
Por
último, como tercer aldabonazo de gloria, pensemos que el poder adquisitivo de
los salarios se ha reducido dramáticamente al compás de las revisiones de los
convenios y de la continua subida de la inflación, lo que nos devuelve también
a tiempos pretéritos: desde 1985, el poder adquisitivo en general no había
conocido una caída como la de 2012. A nadie extrañará, pues, que ya sean más de
12 millones y medio las personas que en España viven en la pobreza y en riesgo
de exclusión, como en los años imberbes.
Y
es que dura poco la alegría en la casa del pobre, sobre todo si se olvida con
facilidad la condición de uno y la de sus iguales, cosa que suele ocurrir de
forma harto ilusoria en esta sociedad de escaparates y oropeles. Cierto que la
movilidad social es un hecho y que no nos regimos en apariencia por un sistema
de castas, lo cual ha permitido un crecimiento económico y social notable a lo
largo de los últimos cincuenta años. Cierto también que esa dinámica crea
inercias y que sobre ellas acomodamos los cálculos de futuro para concluir,
como solíamos hacer, que cada generación mejoraría el status de la precedente
sin solución de continuidad. Sin embargo, los acontecimientos del último
cuatrienio demuestran que esto ya no es ni va a ser así, posiblemente por largo
tiempo; y el sobresalto nos ha pillado sin asideros, es decir, sin referencias:
escasos de memoria, desclasados y con dudosos deseos de reconocernos en cuanto
viene ocurriéndoles a otros como nosotros a nuestro alrededor. Por eso nos
cuenta tanto poner las barbas a remojo y actuar en consecuencia.
Por
eso y porque duele. De hecho, pelarse las barbas era un indicio de sentir y mostrar dolor. Y, antiguamente, incluso se
consideraba una gran afrenta cortarle la barba a alguien, por no hablar de
mesarle la barba o el cabello, lo que suponía una grave injuria obligada a
reparación. Así es como, desde el siglo XV al menos, venimos repitiendo el
dicho consabido sobre las barbas del vecino cuando sucede alguna desgracia a
quienes son de nuestra condición y trato, ya que hemos de temer que lo mismo
pueda sucedernos y, por tanto, estar prevenidos para que el golpe no sea tan
fuerte. Todo ello, claro, si nuestra memoria y nuestra conciencia nos
permitieran sabernos de la misma condición y trato que otros, en lugar de
eludir orígenes y clase por el simple prurito individualista de distinción.
Conviene,
a nuestro juicio, ampliar el foco para que la visión abarque la realidad en toda
su magnitud. Descubriremos entonces, si no lo hubiésemos hecho hasta ahora, que
más allá de nuestros ombligos y dolores hay quienes recorren con nosotros un
itinerario semejante o que nos llevan en algunos casos varias estaciones de
ventaja. Y puesto que el recorrido es evidente porque se repite a sí mismo como
en una espiral, sin pensar tampoco que cualquier tiempo pasado fue mejor,
empleemos la inteligencia para adelantarnos a los acontecimientos y
dispongámonos a una acción más colectiva. Ése es el contexto preciso en el que
debe valorarse, por ejemplo, la convocatoria de una nueva huelga general y de
otras acciones que expresen nuestra voluntad de no resignarnos. No se trata ya
de demostrar indignación, algo que todos de una forma u otra venimos haciendo,
sino de expresar públicamente y con firmeza una postura opuesta a la
resignación. Desde luego, la inversión del proceso histórico que envuelve los
datos arriba explicados no vendrá de la mano de aquellos que lo provocaron; y
tampoco será en este caso un grupo de barbudos el que mande parar.
Publicado en Diario de León, 23 octubre 2012