Cuando
oímos hablar de liquidez, lo primero en que se nos ocurre pensar, dadas las
patologías financieras convertidas en pan nuestro de cada día, es en los
activos de un banco que pueden transformarse sencillamente en dinero efectivo.
Eso dice al menos la Academia. Pero, si nos remontásemos un poco más allá de lo
prosaico que define nuestro estar actual, podríamos descubrir otra acepción, la
de esa cualidad que identifica a un tipo de pensamiento muy de hoy en día,
según terminología del ensayista polaco Zygmunt Bauman, y que se refiere a un
pensamiento inconsistente, evanescente. Con él se genera una vida líquida,
caracterizada por una cultura de la discontinuidad y del olvido; que no anima
la reflexión con profundidad ni la actitud de búsqueda, sino la ojeada fugaz;
donde no hay convicciones firmes, sólo opiniones diletantes que pueden cambiar
enseguida en la política y en el debate intelectual. La globalización sería
entonces el gran escenario y el gran motor de la modernidad líquida; y el
último ejemplo de su campo semántico, es decir, de un léxico que expresa ideas
fácilmente disolubles, lo conforma una creciente alusión a cualidades sensibles
o sentimentales para explicar la realidad que nos envuelve, la cual,
precisamente por dichas cualidades, resulta muy difícil o muy fácil de
gobernar, según se mire. Tanto a los políticos como a la propia ciudadanía. Nos
referimos al desafecto, a la fatiga, al desencanto, a la desconfianza, a todas
esas expresiones que sirven lo mismo para justificar una independencia nacional
que un cerco al Congreso. Pero lo más terrible de la liquidez no es la delgadez
de la conciencia, sino que sobre esa nada se construyan banderas y dogmas a los
que, en medio de la irresponsabilidad general, son cada vez más los que se
adhieren como a un clavo ardiendo. O como a una nueva/vieja religión que no
necesita de otro ritual que no sea la emoción sin pensamiento.
Publicado en La Crónica de León, 5 octubre 2012
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