Lo
que se lleva, dicen, son los emprendedores. No se lleva el trabajo ni se lleva
la empresa, el formato de moda es hoy el de la persona que emprende con
resolución acciones dificultosas o azarosas, como lo define la Real Academia.
Resulta elocuente sin duda, pues la dificultad y el azar tienen bastante que
ver con el devenir de las sociedades actuales. De hecho, no se emprende
cualquier cosa, sino una obra, un negocio, un empeño, especialmente si
encierran dificultad o peligro, según la misma fuente. En suma, nada fácil por
más que nos lo repitan a menudo como la fórmula al alcance de cualquiera para
la total sanación de nuestros males económicos y laborales. Porque, al cabo de
todas las digresiones que podamos hacer al respecto, lo que en verdad anida en
este fenómeno vuelve a ser, como en tantas otras invenciones poscontemporáneas,
un asunto lingüístico. Cargados de notables connotaciones negativas términos
como empresario o trabajador, por no decir autónomo, la castidad y nadería del
emprendimiento llega para sustituir a todo aquello que huele a rancio, a siglo
XX o a conflicto de clases. Pero sólo en la superficie pues, si exceptuamos a
los locos inventores en sus locos garajes de siempre, inclinados ahora hacia lo
digital y reticular, lo que se nos aparece de nuevo son los mesoneros y
tenderos de toda la vida pasados, eso sí, por el tamiz de lo ecológico, lo
étnico, lo online, lo low-cost o similar. Mientras tanto, el Instituto de
Estadística nos cuenta que en la provincia de León se han perdido desde 2008
hasta principios de 2012 un total de 1.626 empresas, la mitad de ellas
dedicadas al comercio, las cuales, conforme al nuevo diccionario, no debían
tener al frente a emprendedores, sino a rudimentarios individuos que arriesgaron
su capital y a algunos otros que apenas aportaban su mano de obra, esas
técnicas tan antiguas. De otro modo no hay quien consiga entender este
cataclismo verbal.
Publicado en La Crónica de León, 30 noviembre 2012
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