La
magnitud de algunos de los acontecimientos adversos que venimos viviendo a lo
largo de los últimos años es de tal calibre que las cifras con que se expresan
ya han dejado de tener significado. Por eso sólo algunas imágenes resultan
elocuentes para conmovernos. Por ejemplo, si pensamos que hace poco más de
cinco años, en 2007, hablábamos de pleno empleo (en algunas comunidades como La
Rioja, Navarra, Aragón e Islas Baleares llegó a alcanzarse ese nivel según la
EPA del segundo trimestre de aquel año), sólo algo así como una explosión de
categoría nuclear en la médula del sistema laboral español puede explicar que
en este 2013 vayamos a contar con seis millones de personas desempleadas. Es
decir, saltaremos de aquel 5% al entorno del 25% de población activa en paro:
un auténtico estallido nuclear. Y si la imagen es válida para describir la
tragedia, lo que no podemos olvidar es que a esa soberbia detonación le sigue,
entre otros efectos, un prolongado y durísimo invierno nuclear. Esto es,
simplificando, una especie de glaciación que duraría al menos una década. Pues
bien, situados todavía en el cogollo del zambombazo y bien notable su onda
expansiva, lo que no podemos es caer en la ingenuidad de pensar, como dice el
Gobierno, que el año que ahora se inicia será el del punto final. Aun
suponiendo que sus previsiones sean ciertas –ojalá- y que se produzca una
estabilización, al empleo le sigue quedando por delante una dura y larga
travesía. Por ese motivo, no sólo por convicción ideológica, algunos defendemos
la necesidad de reforzar todos los mecanismos de protección social públicos, en
lugar de adelgazarlos o amputarlos, con el fin de soportar el invierno que
apenas estamos iniciando. Ésa es la verdadera prioridad política, a nuestro
juicio, junto a la generación de estímulos de vida. Porque el problema de
España no es el déficit, como cansinamente nos repiten, sino el trabajo y su
calidad.
Publicado en La Crónica de León, 11 enero 2013
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