Al
interrogarnos por el futuro, ya sea en su conjunto o atendiendo a alguno de los
elementos que habrán de componerlo, una de las claves que debe ayudarnos en la
respuesta es reconocer sencillamente que el porvenir ya es presente. Esto no
nos libra de incertidumbres ni de los efectos de otras evoluciones económicas y
sociales más o menos inciertas, pero sirve para alejar del juicio todo
contaminante con origen en los dominios de la ilusión o en los de la retórica
política. Incertidumbres hay, naturalmente; baste recordar que allá por 1970,
cuando el Departamento de Estado de los Estados Unidos redactó un primer
informe sobre cómo sería el mundo en el cambio de siglo, no hacía ninguna
mención en él ni a Internet ni a la oveja Dolly, por poner dos ejemplos hoy más
que corrientes. Y algo, en fin, nos sorprenderán también los mecanismos
evolutivos más o menos reglados; sin ir más lejos, las previsiones de la Unión
Europea siguen apuntando a que en 2020 la mitad de todos los empleos en su
territorio requerirá, al menos, una formación secundaria postobligatoria, lo
que debería conllevar un descenso notable en los empleos de baja cualificación.
Sin
embargo, a pesar del alivio que pueden proporcionarnos estas vías de escape, lo
que sabemos es que el empleo será como poco escaso, volátil, inestable e
imprevisible. Nos lo advierten ya algunas transformaciones evidentes en el
entorno laboral, tales como el teletrabajo, la subcontratación, las
micro-empresas, la flexibilidad, los pactos individuales, las tasas de
temporalidad y de contratos a tiempo parcial, etc. Pero es que además, después
de una crisis sistémica como la que atravesamos, lo que no se puede esperar de
ningún modo es que todo siga como fue en el capítulo anterior. Al menos, como
sentencia Santiago Niño en su obra Más allá del crash, lo que conocemos es que frente a “aquel modelo
[que] trajo el sueño de que siempre era posible que todos fueran a más, éste ya
nos está contando que, en algunas ocasiones, algunas personas podrán ir a más,
y el resto, con esfuerzo, quedarse como están”. En el mejor de los casos.
Porque
los vientos que soplan no son limpios precisamente ni confortantes, así en lo
social como en lo laboral. La intersección entre lo uno y lo otro la expresa el
modelo que también desde los Estados Unidos se extiende y generaliza en el
mundo de tendencia occidental. Se llama el lastre cero y hace referencia a
aquellas personas que no tienen raíces, que tienen pareja pero no están
enamoradas, que no tienen hijos o los tienen distanciados, que tienen formación
pero no es una formación muy vocacional… Son los habitantes de un mundo líquido
y mudable, tendente a desvanecerse. Un mundo que ya es el nuestro, siquiera en
parte. Esto no significa que renunciemos a nuestro compromiso de transformar la
realidad laboral para mejorarla, pero siempre sobre la base de lo que es, nos
guste o no, y alejados de toda melancolía. Evidentemente, también de toda
resignación.
Por eso siguen siendo oportunas todas las
propuestas de pactos políticos por el empleo y todas las apuestas para el
acuerdo de las alternativas sindicales. Hay que seguir pensando en
colaboración, en cooperativa, en red. Y puesto que aún no hay nada del todo
definido, lo importante será ante todo actuar, avanzando necesariamente a
través del ensayo y el error hasta ajustar los límites de lo posible. Eso sí,
lo posible no será el todo ni satisfactorio.
Publicado en Tam-Tam Press, 1 febrero 2013
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