Blog de Ignacio Fernández

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jueves, 11 de abril de 2013

A propósito del amor precario



     Tan angustiados por las zozobras materiales y por la desorientación ideológica que tantas tintas hacen correr, parecemos dejar de lado algunos otros fundamentos del individuo que también están sometidos a evolución, cuando no directamente a alguna otra especie de crisis. El amor, sin ir más lejos. Si, como vamos anotando en esta serie, la transformación general es inapelable, convendrá al menos preguntarse qué ha de ser de los sentimientos en la nueva época. Si permanecerán tal y como han sido definidos y vividos con sus vaivenes a lo largo de la historia tradicional o si, por el contrario, padecerán también mutaciones que los harán irreconocibles.

     Que el amor perdurará en los espacios poéticos no es discutible, pues al cabo no otra es la razón de ser de la poesía que llevar la contraria a una realidad venenosa. Que seguirá anidando en los procesos químicos tampoco es cuestionable, pues ni siquiera la manipulación genética eliminará los jugos más elementales. Y que las doctrinas, sean del signo que sean, continuarán pregonándolo como esencia y comportamiento tampoco entra en duda, pues sólo de ese modo ha superado trances y epidemias. Podemos, por lo tanto, tener confianza en los poetas, en los científicos y en los sacerdotes, que ellos velarán por la pervivencia de ese jardín.

     Sin embargo, no sucederá así –no sucede, de hecho- con las formalidades que adopta el sentimiento, porque en ese campo podemos afirmar que la metamorfosis ya se ha producido y que su progreso no ha hecho más que iniciarse. Lo que comentábamos en escrito anterior sobre el lastre cero es una señal palpable de ese nuevo molde, pero no sólo. Las exigencias de todo tipo que se acentúan y hacen de nosotros y de nuestro medio un continente inestable y efímero acabarán por determinar la experiencia amorosa en todos sus costados. Es lo que lleva al profesor de Filosofía de la Universidad de Barcelona Manuel Cruz a afirmar con claridad que “ha estallado la articulada unidad entre sexualidad, sentimiento y proyecto de vida que constituía la especificidad del amor”. En efecto, el trípode interdependiente sobre el que se acomodaba la cosa amorosa se ha desvanecido y es difícil que vuelva a converger.

     Tal vez sea que, como muchas otras constantes de nuestra existencia, también el amor se ha vuelto precario, azuzado por un entorno hostil que apenas permite levantar realidades sólidas o duraderas. Ortega y Gasset lo tenía muy claro: “Según se es, así se ama”. Y tal y como vamos describiendo, los rasgos con que se distingue la sociedad poscontemporánea no son otros que los de la movilidad, la ligereza y la liquidez, aquéllos precisamente que se contagian a los comportamientos sociales. En la medida en que el amor es una expresión social, aunque venga a socializar sólo a dos personas, nada diferente puede esperarse de ese ejercicio sentimental. Seguiremos amándonos para toda la eternidad, sí, pero será una eternidad fugaz y de episodios sucesivos. Continuaremos amándonos hasta morir, sí, pero será una muerte sutil y con retorno. Insistiremos en amarnos con todas nuestras fuerzas, sí, pero serán unas fuerzas sometidas a un diseño leve y acomodado. Porque sin proyecto de vida y con una sexualidad cada día más a la carta, el sentimiento acabará refugiándose en uno mismo y deleitándose, como mucho, en la lectura de la poesía. Lo cual tampoco evitará nuestra caída en el mal de amores, esa enfermedad incurable, ese dolor dulcísimo, esa agonía.


Publicado en Tam-Tam Press, 11 abril 2013

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