Blog de Ignacio Fernández

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martes, 23 de abril de 2013

Ponme una pegatina


     A lo largo del primer trimestre de este año, el Centro Documental de la Memoria Histórica, en Salamanca, acogió una exposición titulada La Transición a través de las pegatinas (1976-1982). La muestra contó además con un catálogo donde se contenía la imagen y descripción detallada de casi un millar de pegatinas.

     ¡Qué cosas! A muy pocos se les hubiera ocurrido pensar, y menos en aquellos tiempos, que esos papelillos adhesivos iban a concluir sus vidas con tan alta consideración, poco menos que auténticos documentos históricos. Podía pasar que consideráramos que se convertirían en materia de coleccionistas, que en esto hay vicio para todo, e incluso que continuaran decorando todavía, a modo de collage nostálgico, sedes políticas o sindicales. Pero no, lo mismo que ocurre por ejemplo con las pintadas lujuriosas de Pompeya o con los primeros graffitis modernos, todo ello garabateado sin la menor intención de posteridad, hete aquí que el conjunto acaba derivando en testimonio histórico y cultural digno de estudio, de exhibición y de comercio. Y no precisamente estudio, exhibición o comercio basura, por cierto.

     Lo cual que hemos de tener cuidado con lo que nos pegamos al cuerpo, sobre un cuaderno o contra una pared, no vaya a ser que nuestro rastro se perpetúe de aquí a unos lustros en los pasillos más nobles de algún museo y quedemos en evidencia. Porque lo mismo que es difícil conseguir borrar nuestra estela de los intestinos de Internet, tampoco va a ser sencillo pasar desapercibido cuando algún investigador de las costumbres sociales y de la comunicación nos descubra en una fotografía amarillenta luciendo, pongo por caso, una pegatina impertinente. Porque pegatinas hay para todos los gustos, no vayamos a equivocarnos, y quien más quien menos las ha lucido hasta de Deborah Harry. Un servidor, sin ir más lejos.

     Aunque sí, para qué vamos a negarlo, junto al pin y la chapa, como vimos en el capítulo anterior, también la pegatina proyecta nuestros egos y hace de nosotros un soporte informativo de primer orden. Si aquellos tienen la cualidad de lo personal e intransferible, porque aparentan ser únicos en nuestras solapas, la pegatina añade la cualidad de lo multiplicado y nos permite dejar nuestras huellas por doquier. Además, goza de un formato suficiente para múltiples mensajes tanto en fondo como en forma, lo que añadido a su tamaño manejable la convierte en herramienta ideal para una extensa difusión. No es una octavilla que se la lleva el aire; no es un tabloide publicitario que viaja directo del buzón a la papelera; no es un cartel inaprensible. Es mucho más que todo eso a la vez, pero con afán de permanencia, por lo menos hasta que el tiempo, su único juez, llegue a corroer su pegamento.

     Así pues, en medio de esta plétora de sistemas de comunicación más o menos sofisticados, respetemos la humildad de la pegatina porque suyo es todavía el reino de la expresividad. Frente a la tecnología triunfante, admiremos la sencillez rudimentaria. Ante los mensajes personalizados, recuperemos el lema común que a todos incumbe. Porque de la pegatina, en suma, nos vendrá aún mucha más historia que del WhatshApp.

Publicado en www.tepongounpin.blogspot.com, 25 abril 2013

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