Blog de Ignacio Fernández

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jueves, 29 de agosto de 2013

Natural mystic


     Apenas quince días atrás las olas mediterráneas bailaban con ritmos reggae y una manada de jóvenes se rebozaba como croquetas en la arena y en esas mismas melodías. Era el Festival Rototom, uno de los más vistosos del verano, donde las músicas de origen jamaicano eran devoradas con fervor por la multitud como lo más natural del mundo, sin importar condición, procedencia o tribu. Sin embargo, no siempre fue así. El advenimiento de Bob Marley entre nosotros, palurdos mesetarios de los años setenta, fue mucho más tímido y, curiosamente, vino ligado por igual tanto al poder de aquellas canciones como al envoltorio místico de sus mensajes: “Hay una mística natural soplando a través del aire; / si escuchas con cuidado ahora tú lo oirás. / Esta podría ser la primera trompeta, como también podría ser la última. / Muchos más tendrán que sufrir / Muchos más tendrán que morir, no me preguntes por qué”.

     En realidad, escuchábamos atónitos esas letras y otras consignas paralelas que nos llevaban a indagar en una realidad oculta o simplemente desconocida. Como cuando Marley afirmaba que “el rasta no cree, el rasta sabe. Es cuando crees cuando puedes hacerte polvo” o “yo no estoy del lado de los negros ni del lado de los blancos, estoy del lado de Dios”. Como cuando nos preguntábamos entonces por ese Dios que, según el cantante, resultaba ser un tal Haile Selassie, último emperador etíope, y nosotros buscábamos en nuestras cabezas y de Etiopía sólo sabíamos algo sobre un atleta extraordinario, Abebe Bikila, dos veces ganador de la maratón olímpica. Y Marley insistía: “No me veo como jamaicano. Me veo como rasta porque soy rasta. Jamaica es Jamaica. ¡Como hombre soy rasta!”. Y resulta que nosotros no teníamos ni idea de Jamaica, ni siquiera existía Usain Bolt, qué le íbamos a hacer, y lo más cercano a aquello que habíamos escuchado era una vieja canción de Harry Belafonte sobre los cargadores de bananas en los muelles, Day-O, que mucho más tarde rescataría Tim Burton para la película Beetlejuice. Pero no era lo mismo, claro.

     “Las cosas no son como solían ser. / No diré ninguna mentira: / todos y cada uno tienen que enfrentar la realidad actual. / Aunque he tratado de encontrar la respuesta a todas las preguntas, / aunque sé que es imposible vivir a través del pasado, / no digas ninguna mentira”. Así que nos envolvíamos en aquellos ropajes textuales y simbólicos y nos dejábamos ir en el descubrimiento y en la admiración, más o menos como habrá hecho esa fauna heterogénea hace quince días en Benicàssim, posiblemente mejor informada sobre los preceptos del reggae o posiblemente ni siquiera. En este último caso, habrán disfrutado con toda seguridad de esas músicas, pero habrán perdido una vez más las letras, como suele ocurrir en estos tiempos de simplificación y banalidad. “Hay una mística natural soplando a través del aire. / No diré ninguna mentira. / Si escuchas con cuidado ahora tú lo oirás”.

     En fin, tal y como señala la periodista canadiense Michael Woodsworth, “Bob Marley era polifacético: un visionario del tercer mundo y una estrella del pop del primero, un profeta de la revolución nacional y un mensajero de la paz global, un rastafari místico y un amante lascivo”. «Exodus», editado en 1977, donde se incluyó Natural mystic, fue el disco que mejor pudo reflejar esas identidades. http://www.youtube.com/watch?v=VkndVzfOeRc

Publicado en genetikarockradio.com, 31 agosto 2013

domingo, 18 de agosto de 2013

Tuesday's dead


     ¡Cuántas veces habremos oído que la realidad supera a la ficción y, sin embargo, no dejamos por ello de asombrarnos ante algunos episodios extraordinarios que se cuelan en nuestras vidas corrientes! En esa senda de lo inusual, la música también suele ser generadora de extraños divorcios entre lo previsible y lo sorprendente, máxime si, como ocurre a veces, algunos individuos hacen de ella un elemento motivador de sus vidas hasta extremos, digamos, sobresalientes. Así juzgue lo sucedido hace unas semanas en la ciudad de Valladolid con un encuentro que vino a coronar una historia a todas luces fuera de lo normal.

     Muy cerca de la mezquita de la Calle San Martín de esa ciudad, un individuo vendía cedés que tenía colocados sobre una vulgar mesita de camping. Me acerqué y comprobé que eran discos de Yusuf Islam, el nombre con el que quiso bautizarse Cat Stevens al convertirse a la religión musulmana a finales de los años 70, después de una carrera comercial muy digna como compositor y cantante acústico. Hablé con el vendedor y no me fue difícil reconocerlo a pesar de las huellas de la edad y de los ritos externos propios también de su misma fe. Fue uno de los nuestros en aquella juventud iniciática, alguien que, según recordé de inmediato, había hecho precisamente de su admiración por Stevens toda una mitología personal. Se había enganchado a uno de sus álbumes, «Teaser and the firecat», y lo escuchaba constantemente leyendo las letras en inglés impresas en la carpeta. Fue tal su adicción que acabó yéndose a Salamanca para estudiar Filología Inglesa, momento en el que le perdí la pista.

     “Sí, yo soy como él, al igual que tú / y no puedo decirle qué hacer. / Como todos los demás, / estoy buscando a través de lo que he escuchado”. Así cantaba el gato Stevens en Tuesday’s dead y así había procedido aquel colega que –me contó-, después de sus años en la universidad, se había largado con su inglés a cuestas hasta las raíces del ídolo en la isla de Chipre. Saltando de isla en isla, entre el Mediterráneo y el Egeo, pasó un par de décadas hasta retornar depurado a sus propios orígenes, en la provincia vallisoletana. Como era de esperar, acabó convertido al Islam apurando el ejemplo de su modelo, a quien continuaba sirviendo con la venta de discos. Me confesó, eso sí, que nunca había coincidido con él, que ni siquiera lo había intentado, que no hubiera podido soportarlo y que le era suficiente con aquel platonismo iluso que llenaba toda su vida. Le compré uno de aquellos discos, le conté algo de mí y de los nuestros y nos despedimos sin más. Y mientras me alejaba, volví a entonar inevitablemente su canción favorita: “Muéstrame lo que yo no he visto para aliviar mi mente. / Porque yo aprenderé a comprender / si tengo una mano que me ayude”.

     En fin, «Teaser and the firecat», editado en 1971, donde se incluía Tuesday’s dead, fue un disco decisivo para nosotros, como bien se podrá comprender. Incluyó también otra de las canciones mágicas de Cat Stevens, Morning has broken, posiblemente la que más atención mereció en los jukebox y en los bailes agarrados del momento. Por razones obvias, hemos preferido en esta ocasión quedarnos con este martes muerto. http://www.youtube.com/watch?v=-0a-1e6Xktk

Publicado en genetikarockradio.com, 18 agosto 2013

viernes, 9 de agosto de 2013

Las malditas primaveras


     Hay versos que son como un certero cuchillo para la placidez de nuestra existencia. Entre los más afilados deberían incluirse los escritos por el Premio Cervantes del año 2009, el poeta mejicano José Emilio Pacheco: “Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años”. Y tal vez sea así en verdad, aunque la contundencia de la lírica no siempre case fielmente con la letra pequeña de la modesta realidad. De hecho, entre los apocalípticos y los integrados, como los nombraría Umberto Eco, se extiende todo un álbum de comportamientos que demuestran que no siempre se produce un resultado fatal y plano. Incluso hay quienes mantienen una continuidad, lírica también, asombrosa; Serrat, sin ir más lejos: una canción suya se hace eterna, casi sin enmienda, merced al simple truco de temporalizar su estribillo, desde el Ara que tinc vint anys hasta Fa vint anys que tinc vint anys para desembocar finalmente en Fa vint anys que dic que fa vint anys que tinc vint anys. El resto del contenido no le merece enmienda alguna, tal vez porque no le haga ninguna falta.

     En fin, escriban lo que escriban los poetas y con el respeto que nos merecen, es cierto que la primavera engaña. También la de nuestras vidas. Seguramente no hemos cambiado el mundo, tal y como pensábamos entonces, y con bastante probabilidad será el mundo el que nos habrá cambiado a nosotros. Otra cosa es hasta qué grado, hasta dónde llega el desclasamiento y las renuncias que eso comporta. Y lo mismo ocurre con las primaveras revoltosas tan de moda en la historia más reciente, esos estallidos de color y de rebeldía que se veneran desde la distancia y que al final resultan tan efímeros como la luz y la ebullición de la primavera estacional. Siempre fue ésta una estación condenada a generar tanta ilusión como resultados frustrantes, desde mayo del 68 hasta la primavera de Praga o la revuelta de la Plaza de Tiananmen en 1989, todos ellos acontecimientos floridos donde los hubiera. Por el contrario, sin entrar en valoraciones, no ha sucedido así con las llamadas revoluciones por antonomasia, sucedidas siempre en épocas del año mucho menos vistosas: julio para la revolución francesa, octubre para la soviética y enero para la cubana; incluso la batalla de Yorktown, colofón de la revolución independentista americana, tuvo lugar en el otoño de 1781.

     De modo que, junto a las curiosas prevenciones lingüísticas expresadas por otro poeta noble, Antonio Gamoneda, en este mismo soporte (http://tamtampress.es/2013/07/23/gamoneda-hay-que-tratar-de-socavar-mas-los-cimientos-del-neocapitalismo/), conviene también estar muy atento al calendario en estos años de transición hacia la edad poscontemporánea. Es verdad que vivimos y viviremos tiempos de rebelión más que de revolución; pero no tanto por el “carácter sangriento” de estas últimas, como señala Gamoneda, sino por lo primaveral de esos movimientos que, por otra parte, no dejan de estar terriblemente ensangrentados, según podemos constatar sobre todo en las llamadas primaveras árabes. Porque las cosechas y las vendimias corresponden a otras estaciones diferentes, mientras que la primavera apenas si es sólo un estadio pasajero hacia ese final, por más que nos perturben el juicio sus excesivos colores y aromas. En suma, contrariamente a lo opinado por Gamoneda, nos parece que ponderar la rebelión por sí misma, despreciando a la vez los términos revolucionarios, es como volver a la época de los jipis y sus alegres floripondios. Seguramente, a nadie mejor que a ellos podría aplicárseles los versos desoladores de José Emilio Pacheco.
Publicado en Tam-Tam Press, 11 agosto 2013

sábado, 3 de agosto de 2013

Déjame vivir con alegría


     Nunca sonaron en un jukebox y, sin embargo, en aquellos tiempos gloriosos popularizaron melodías televisivas sin discusión ni competencia. Apenas actuaron en directo ni hicieron campañas de difusión para sus grabaciones, pero se convirtieron en influencia decisiva al menos para los músicos de la década de los ochenta, además de para sus primeros contemporáneos. No fueron objeto de atención mediática, aunque sí de culto. Peregrinaron de compañía en compañía discográfica porque nunca encontraban asiento y hoy aquellos discos son materia de coleccionista, no barata precisamente, y se sitúan en los principales altares de la memoria musical española. Pasaron desapercibidas y, no obstante, el pop español no hubiera sido el mismo sin ellas. Ése es el caso de Vainica Doble, a quienes podría atribuírseles el mismo título que ellas dieron a su cuarto álbum, nuestro eslabón perdido.

     Por eso, cuando se pretende romper los pesados moldes del mercado, es preciso ser muy escrupuloso también en las formas, como lo fueron ellas. Para empezar, se trataba de un dúo formado por mujeres, Carmen Santonja y Gloria Van Aersen, dos antidivas, opuestas al famoseo y al lucimiento. Su propuesta musical era todo lo contrario de lo esperable según los cánones de aquella España, a medio camino entre la juglaría, el rock y el combate. Y, eso sí, en absoluto aisladas de las veredas por las que circulaban las corrientes artísticas más arriesgadas del momento, desde la música al cine, sin olvidar las artes gráficas. De todo ello, en fin, es ejemplo Déjame vivir con alegría y el disco grandes donde tuvo acogida, «Contracorriente», en el que convive con las ilustraciones de Iván Zulueta y con la banda sonora de la película Furtivos de José Luis Borau, que también ellas compusieron. No hay mejor resumen de su contenido que lo dicho por Fernando Márquez El Zurdo (La Mode): “Son la lucidez y la imaginación; y con lucidez y con imaginación no se envejece nunca”.

     Déjame vivir con alegría, junto a Eso no lo manda nadie, es ante todo una reivindicación de la libertad, pero no a la manera de los cantautores con los que convivían; es decir, sin doctrina y con absoluta naturalidad: “Déjame que descanse un rato al sol, / déjame vivir con alegría, / si he pescado bastante para hoy, / mañana será otro día, / no faltará un caracol”. Es, además, un experimento melódico, como tantos otros que ellas protagonizaron, en este caso merced a la colaboración psicodélica del sitar a cargo de Gualberto, uno de aquellos músicos de la factoría andaluza, tan relevante entonces como casi ignorado hoy. Y es, en suma, el perfecto ejemplo de un estilo inclasificable pero necesario, que vino a ser definido de la manera más adecuada por el escritor Caballero Bonald: “Las Vainicas alternan el sermón con el cachondeo. Se ríen de su sombra más sangrienta, no encuentran ninguna palabra que rime con cursi, pero lo intentan con una desgana convenientemente deliciosa. No buscan tiempo, lo tienen”.

     Pues eso, que nuestra canción en cuestión fue editada en el año de gracia de 1976 por el sello Gong-Movieplay, dentro de un LP concebido como un claro compromiso contra la represión de todo tipo: política, familiar o sexual. Una auténtica ruptura de moldes y convencionalismos más que precisa también en nuestros tiempos. http://www.youtube.com/watch?v=C6dNv7rKYfY

Publicado en genetikarockradio.com, 2 agosto 2013