Blog de Ignacio Fernández

Blog de Ignacio Fernández

jueves, 31 de octubre de 2013

Entre deudas y morcillas


Bueno es saber, según mis entendederas, que los males que nos aquejan no son solamente nuestros males, sino que tienen una historia que en algo los explica o los hace más relativos. Sin ir más lejos, eso de la deuda con lo que llenan sermones, decretos y reformas sus gobernantes no es más que la eterna copla de este país desde tiempos remotos. Mi señor, el emperador Carlos, por ejemplo, fue un gran experto en esa materia desde que vino a empeñarse con el dinero de la banca alemana Fugger, que sirvió para pagar los excesos de sus coronas, y que les fue devuelto a duras penas y con elevados intereses mediante el oro y la plata de la burbuja imperial americana. Eso sí, sin que dejara de haber por el medio sus correspondientes quiebras e impagos.

Y no ocurrió nada, ya ven: hasta aquí hemos llegado con la misma cantinela, aunque eso no sea más que un liviano consuelo para pobres de solemnidad como un servidor y como algunos de ustedes. Pero al menos aprendemos que esa ficción que llaman finanzas puede perfectamente desmontarse también con la ficción del impago sin que salten por los aires las columnas de ningún imperio. Salvo el dolor y el hambre, casi todo es pura fábula y les aseguro que el género picaresco es con toda probabilidad el menos fabuloso. De hecho, gracias a mi peripecia y a la de otros de mis semejantes descubrirán que no hay tanta distancia entre mi ambiente social y el de todos ustedes, a pesar de los siglos transcurridos: desarraigo, soledad, pobreza, honra como apariencia externa o comportamiento antisocial de quienes rigen nuestras sociedades fueron y son moneda en curso en esta tierra de conejos.

Y ello es así, amigos míos, porque la historia, como la morcilla, se repite, pues las dos están hechas de sangre. O al menos eso pensaba un poeta contemporáneo suyo, Ángel González, cuya lectura es también un feliz consuelo para esta época turbia que, a fuer de reincidir sobre sí misma, dura ya tanto tiempo. Si un pícaro como yo poco puede enseñarles, y lejos de mí semejante quimera, fíense no obstante de quienes, por el contrario, merezcan autoridad ilustrada. Solo de ese modo llegarán a algo más que a servidores de los pícaros de alta escuela, que con eso del déficit, la deuda, el crédito y la hipoteca sólo consiguen asegurar sus mendrugos a costa de la penuria de las gentes. Y les aseguro que no tienen empacho.

Publicado en Notas Sindicales Digital, octubre 2013

viernes, 25 de octubre de 2013

Stop your sobbing


     Aparte de que los jukebox iban siendo relegados a una presencia puramente decorativa o desaparecían sin más ante el empuje de otras fórmulas sonoras, no hay mejor constancia de esa evolución en las costumbres que unas palabras de Chrissie Hymde, la líder de los Pretenders: “Pertenezco a una generación que vivía el rock & roll y el pop como una pasión verdaderamente secreta, el lenguaje exclusivo de una secta que debía afanarse por buscar la música y la información. Ahora te lo dan todo en un paquete diminuto y es como si acudieras a la farmacia a comprar un medicamento genérico”.

     Naturalmente, entre aquellos años setenta y este siglo XXI hubo tiempos medios. Tanto es así que incluso los mismos Pretenders llegaron a tiempo todavía de sonar en los últimos jukebox en su época de esplendor, y fue en esas máquinas donde conocimos a este grupo que vino a ser algo así como el puente entre el punk y la new wave. Y quizá fuese esa condición híbrida la que le granjeó a Chrissie acusaciones de charlatana yanqui que nunca conseguiría nada, pues al fin y al cabo el punk reinante ya por entonces no era menos sectario que otros movimientos por más que presumiera de pisotear las diferencias de géneros.

     El caso es que, antes de que se apagaran para siempre, en la mecánica de aquellos aparatos se fueron sucediendo Stop your sobbing, Kid y Brass in pocket, una trilogía que nos conquistó. En particular la primera, simple y nada pretenciosa, como el nuevo estilo que se inauguraba; tal vez porque se trataba de una versión de The Kinks (1964), y nos permitía construir un puente más, en este caso hacia un pasado ni vivido ni escuchado en directo que se proyectaba hacia el porvenir. Es más, Pretenders también hicieron versiones de Hendrix, de Neil Young e incluso de Morrisey o Radiohead. En esa sucesión de recreaciones descubrimos, de hecho, un nuevo filón musical que no ha dejado de acompañarnos y que merece, creemos, una atención muy especial. Algunos ejemplos ya han sido comentados en esta serie que tiende a su fin, pero otros están llamados a protagonizar precisamente un nuevo espacio que genetikarockradio os ofrecerá a lo largo del próximo año.

     Claro que, no lo vamos a negar, hubo mucho más en el atractivo que nos enganchó a la banda anglo-estadounidense, y en ello tuvo bastante que ver la figura de Chrissie Hynde. Es posiblemente la vocalista que mejor ha corporeizado ciertos tópicos del rock & roll de los que, por supuesto, ni estábamos libres, ni falta que nos hacía. Y es que aunque habitábamos ya en otra etapa menos hormonal de nuestra vidas, todavía los últimos pósteres en las paredes revelaban ciertas adicciones inconfesables.

     En suma, Stop your sobbing apareció como single en 1979, un año antes de que fuese incluida en el álbum «Pretenders», el de su debut. Algo habría ya por entonces en esa música y en esa cantante que llevó a que Madonna afirmase: “Pensé: ella tiene agallas, ella es increíble. Me dio coraje, inspiración el hecho de ver a una mujer con esa seguridad en un mundo de hombres”. http://www.youtube.com/watch?v=OGcn15ODltA

Publicado en genetikarockradio.com, 26 octubre 2013

jueves, 17 de octubre de 2013

El viaje y las alforjas


     El viaje nos dura ya algo más de cinco años si tomamos en cuenta la fecha de aquel 15 de septiembre de 2008, cuando el banco de los hermanos Lehman anunció la presentación de su quiebra. Pero puede ser más largo todavía si nos atenemos a lo que piensan otros analistas de la materia, que vienen a considerar que desde la crisis del petróleo, en los años 70 del pasado siglo, todo ha sido ficción por lo que hace al crecimiento de las economías occidentales; es decir, que hemos vivido en la pura ilusión y que sólo el recurso al crédito y la irregular expansión financiera han sostenido el negocio. Sea como fuere, lo cierto es que el periplo se eterniza, mucho más naturalmente en el segundo de los supuestos, aunque el sufrimiento sólo haya estallado en apariencia a partir del primero: lo que los ojos no veían, no querían o no se les permitía ver, no era sentido en el corazón.

     Y es precisamente en el corazón donde más se siente el peso de las alforjas que nos han endosado para este viaje, porque es en esa víscera lastimada donde mejor se advierte y se evalúa la carga del dolor. Esas alforjas (ya saben: unas simples bolsas de tela o talega que portaban los campesinos colgadas al hombro o sobre los lomos de caballerías para llevar la comida de la jornada o las herramientas de trabajo) nos dijeron que contenían las reformas con las que sanarían nuestros males, que en el fondo no era sino uno solo: la deuda. Por contener, incluso en ellas cabía hasta una reforma constitucional rauda y vergonzosa, ejecutada al alimón por los partidos mayoritarios allá por el verano de 2011 con el objetivo de rendir máximo culto a la causa de nuestros desvelos. También es verdad que a su lado había, y no es cosa menor, un par de reformas laborales, varias congelaciones salariales, el copago farmacéutico, la ruina de lo público, la subida de impuestos, la destrucción de la negociación colectiva y ahora, anuncian, la ofensiva contra las pensiones. Todo a mayor loa de la deuda y su satisfacción.

     De modo que aquí estamos, en otro episodio del viaje que en este caso recibe el nombre de Presupuestos Generales del Estado para el año 2014, sexto de nuestro itinerario doliente. Y lo que descubrimos en sus gruesas cifras es que, curiosamente, la dichosa deuda vendrá a situarse el año próximo casi en los mismos niveles que el Producto Interior Bruto, esto es, que no ha cesado de crecer en este lustro y que ya somos solamente eso, pura y llana insolvencia. Y si esto es así a pesar de la carga que hemos soportado hasta la fecha en las alforjas, que en muchos casos nos ha dejado baldados, lo que cabe preguntarse es a qué ídolo hemos dedicado en verdad este ejercicio de sadismo gubernamental y si no será hora de aliviar la talega, empezando por supuesto por la aplicación de otras políticas.


     Desde que el emperador Carlos I nos empeñara a todos ante la banca alemana Fugger para pagar los excesos de sus coronas, este país sabe bastante de quitas, de rescates, de déficit y de bancarrotas. Todo lo cual no ha impedido que saliésemos adelante –así hay que decirlo para consuelo de pobres-, aunque los retrasos históricos a ello debidos tengan dudoso remedio. Mas lo que sí lo tiene, no haya duda al respecto, es el contenido de nuestras alforjas. Sustituyamos esos alimentos podridos y esas herramientas oxidadas por otro equipaje más útil en estas andanzas. Sin ir más lejos, dejemos de pagar esa deuda, lo cual es imposible de cualquier forma y acabará imponiéndose tarde o temprano, para no seguir colaborando en la fábula tejida por los poderes oscuros, antidemocráticos e inhumanos. Pues de la misma forma que hubo un crédito-trampa que nos trajo hasta aquí, la consagración de la deuda-trampa no persigue más que perpetuar ese status irreal hasta el delirio.

     Ya lo sentenciaba el dicho y así lo atestigua nuestra realidad cotidiana: para este viaje no hacen falta alforjas; al menos este tipo de alforjas evidentemente fracasadas. Entiéndase que con tal dicho lo que se señala es la inutilidad de haber hecho algo, revelación más que obvia si atendemos tanto a los severos números de los Presupuestos como si lo hacemos a las tristes cifras de andar por casa. Los unos y las otras nos muestran lo errático de nuestro viaje y, siendo benévolos, el bárbaro error de quienes lo guían.
Publicado en Diario de León, 17 octubre 2013

viernes, 11 de octubre de 2013

Born to run


“Oh, nena, esta ciudad te arranca los huesos de la espalda. / Es una trampa mortal, es una llamada de suicidio. / Tenemos que salir mientras somos jóvenes / porque, vagabundos como nosotros, nena, nacimos para correr”. Y, efectivamente, todo empezaba a tener otra velocidad, otro ritmo: los jukebox envejecían y pronto serían sustituidos por otras formas de consumo musical; las salas de juego se caían a cachos y ni siquiera los nuevos inventos les devolvían atractivo; el barrio enmohecía y se hacía preciso aventurarse en otras calles, en otras ciudades, en otros mundos; y también nosotros, el grupo y sus individuos, íbamos siendo diferentes, personalizando nuestros gustos e inquietudes. Sí, nos habíamos echado a correr. Las costumbres y su banda sonora cambiaban por pura necesidad vital. Cada época, cada instante de la existencia tiene su mito y sus canciones. El paisaje se transforma y sus habitantes mudan con él. La década de los setenta había dado de sí cuanto había podido, y esta serie que ha venido a retratarla enfila también sus últimos cantables.

Bruce Sprinsteen, salido de aquellos años, ha permanecido con nosotros sin embargo como un signo de continuidad. Poco ha importado que unos nos fuésemos a la universidad y otros eligiesen el mono azul ferroviario. Poco también que en los bares triunfase la pantalla del televisor sobre todo otro artilugio o que en las nuevas salas recreativas se impusiese una especie de hilo musical adocenado. Poco así mismo que las calles y portales que habían sido escenario de nuestras aventuras se fundiesen en negro como el final de algunas películas. En esos años se había construido nuestra identidad musical a base de introducir monedas en la ranura del jukebox y de seleccionar entre sus números y letras las melodías que hoy dan testimonio de cuanto fuimos. Bruce, con su imagen ganada también a través de los años, de los discos y de los conciertos, se convirtió en algo así como el elemento que dio cohesión a todo aquello y lo ha prolongado en lo que cabía esperarse. Poco importó, del mismo modo, que tuvieran que pasar incluso décadas hasta que los más renuentes de entre nosotros terminaran por hundirse también en sus espectáculos homéricos, esos maratones musicales que el boss protagoniza y que nunca defraudan. Fue en Valladolid, no hace tanto.

Y, claro, también en aquella desmembración intervenían los sentimientos que nos tejían a otros cuerpos para toda la eternidad, fuese cual fuese su duración. No había escapatoria. Cada oveja se iba con su pareja y las músicas se consumían en otra comunidad y en otra intimidad mucho más aislada. Allí ya no había maquinitas para reproducir melodías, aunque Bruce, de una manera o de otra, no dejase nunca de sonar al fondo: “Porque, nena, yo sólo soy un jinete asustado y solitario, / pero tengo que averiguar como se siente. / Quiero saber si tu amor es salvaje, / niña, quiero saber si el amor es real”.

Del álbum del mismo título, Born to run vio la luz en 1975. Supuso algo así como la reescritura del cantautor y ahí volvió a empezar todo. Quizá por ese motivo, a pesar de haberla escuchado cientos de veces, todavía nos sigue emocionando. Nunca dejaremos de ser unos sentimentales. http://www.youtube.com/watch?v=RqTLl68aUzg

Publicado en genetikarockradio.com, 11 octubre 2013

domingo, 6 de octubre de 2013

Los lugares comunes del lenguaje


     Lo asombroso de esta sociedad poscontemporánea, que llaman también del conocimiento y de la comunicación, la de las generaciones mejor preparadas, es el desprecio más o menos generalizado por el lenguaje, es decir, por la herramienta que se supone esencial para el conocimiento, la comunicación y la mejor preparación. Al menos por lo que se observa en el área lingüística del español, que, dada la mundialización de usos y costumbres, en poco diferirá de otras de parecido rango.

     No se trata sólo de que acomodemos nuestros pensamientos a los limitados caracteres de un tuit, lo que convierte a ese pensamiento en un catálogo de eslóganes, fórmulas hechas y módulos ikea según una reducción bastante insoportable. No se trata tampoco de que nos dejemos llevar de un modo tan infantil como omnipresente, reconocido el dominio de las pantallas, por el aforismo de que una imagen vale más que mil palabras, lo cual es una auténtica falacia cuando la saturación de imágenes nos hace insensibles y en numerosas situaciones autistas ante otro tipo de señales. Tampoco nos referimos al triunfo de las redes dudosamente sociales, donde lo único común entre emisor y receptor es en la mayoría de los casos el canal, sobre el que se vuelca el verdadero y singular interés comunicativo.

     No, lo más terrible del empobrecimiento del lenguaje en esta época, aparte de lo antedicho, es el cansancio de pensar, o su directa negación, que se descubre detrás del vestuario de tópicos que adorna el mundo del periodismo y de la política, desde donde salta a la calle para convertirse –nunca mejor dicho- en moneda común. Es lo que lleva al Catedrático de Filosofía Moral y Política Aurelio Arteta a concluir que “vivimos del tópico como del aire que respiramos (…) Poner en solfa tan arraigadas muletillas sería como quitarnos nuestras andaderas: nos vendríamos al suelo”. Esto es, que nos sujetamos mediante lugares comunes y con ellos construimos nuestros discursos morales y políticos como si tal cosa, eludiendo el debate, la confrontación de ideas y la elaboración de opiniones frente a la frase hecha generalmente aceptada y adorada. Es la base que le ha permitido a Arteta editar un par de libros interesantes y necesarios: Tantos tontos tópicos y Si todos lo dicen… En ellos encontramos el inventario de ideas huecas, de prejuicios con apariencia y de sonoridades vacías que infectan el lenguaje de la moral, de la política y de la vida cotidiana por extensión. Algo de lo que nadie está libre por muy alerta que se pretenda estar. ¿Cuántas veces si no, para no decir nada, hemos hecho uso de frases como “Todas las opiniones son respetables”, “Condenamos la violencia, venga de donde venga” o “Respeto sus ideas, pero no las comparto”? Y, en fin, así sucesivamente hasta desvelar el cuerpo desnudo de nuestra expresión verbal sin consistencia.

     Lo cual que estamos ante la que posiblemente sea una de las principales calamidades de la edad poscontemporánea que nos ocupa: el creciente escaso valor otorgado al lenguaje, a su cuidado y a su defensa. Lo que no impide que, a pesar de ello, siga mostrándose vivo, audaz a veces y bello en otros momentos. Motivo último que permite al escritor Fernando Aramburu afirmar que “es admirable la fortaleza de la lengua española. Ha logrado sobrevivir al trato diario que le dispensan los españoles”. Seguramente y con las cautelas debidas, puede extenderse el corolario a cualquier otra lengua.


Publicado en Tam Tam Press, 5 octubre 2013