Blog de Ignacio Fernández

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domingo, 11 de mayo de 2014

Jiménez / Bunbury


     Vivimos tiempos de hibridación, mixtura, mejunje y aleaciones varias. Ya apenas si nos quedan géneros puros. El cancionero, bien compartimentado en origen, es hoy un baúl revuelto donde todo cabe. A veces con éxito. A nadie extrañe, pues, que Bunbury se disfrace de José Alfredo Jiménez y que hasta quede bien.

     El caso es que no nos quedan etiquetas. Las mezclas han acabado por disolver el diccionario, que en la actualidad es un jarabe tan suculento a veces como empalagoso otras, según se mire. O según se escuche, que es lo que aquí nos interesa.

     Bunbury, en la prehistoria, resultó ser un joven épico con ansia de trascender. Con sus colegas de grupo iluminado, cantaba canciones cuyas letras no había quien entendiera pero sonaban completas y bien cerradas. En cualquier caso, le merecieron fama y fortuna, lo cual no es poca cosa al precio que está la una y la otra. Luego, se hizo solitario, peripatético y se vistió de dandy. Finalmente, México –con x, como le gusta decir a él- le arrebató y descubrió su alma a medio camino entre el mariachi y el narco-corrido.

     José Alfredo Jiménez era de otra pasta, aunque seguramente podríamos identificarles en algunos elementos comunes. Dueño como nadie de las claves de la ranchera y del corrido, compuso canciones de esas que se dicen para toda la eternidad. De hecho, muchas de ellas han saltado de voz en voz, de intérprete en intérprete en cientos de recreaciones y ecos que alcanzan hasta nuestros días. Eso sí, él no iba de trascendente; el alcohol y la juerga eran todo su mundo, y de ellos se nutría para inventar historias abrasadoras de sufrir, de sufrir y de sufrir.

     No necesariamente El jinete es la más desoladora, pero reúne todos los tópicos para ser reconocida como grandioso ejemplo del sentimentalismo mejicano exportado al resto de la humanidad. Sólo le falta una balasera. La escribió para que Jorge Negrete la lanzase al universo, por donde todavía anda vagando como el alma en pena de su protagonista. Probablemente, en una de esas circunvoluciones se la encontró el bueno de Bunbury mientras daba vueltas alrededor de sí mismo en pos de la pose perfecta. Y le vino bien. Con ella cerró un concierto magnífico que se editó en disco en el año 2000 con el título «Pequeño cabaret ambulante». Recomendable todo él, su remate, esta canción de que hablamos, es la quintaesencia del cantante aragonés. Lo demás son ganas de chingar.

Publicado en genetikarockradio.com, 12 mayo 2014

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