Blog de Ignacio Fernández

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miércoles, 1 de abril de 2015

El Paso de los Quebrantos


     Cronistas tiene la ciudad y doctores la Iglesia para explicar el porqué de este nombre. El saber popular, por su parte, lo atribuyó siempre a los inconvenientes arquitectónicos que suponía el tránsito por ese lugar. Sea lo que fuere, tanto en lo literal como en lo figurado, el Paso de los Quebrantos merece atención y comentario pues en él se resume parte de nuestro existir ciudadano.

Restos de la última pasarela
     Situado entre las calles Gómez de Salazar y Astorga, este Paso, que no calle, asoció su aflicción, dolor o pena grande, que no otra cosa es el quebranto, a la pasarela que sorteaba por encima el trazado ferroviario. Esa barrera urbanística, junto a la del Bernesga, hizo de aquellos territorios un mundo aparte y con personalidad de barrio, cuya alma, paradójicamente, habitaba en el corazón de raíles y traviesas. La pasarela original, destartalada por la edad, acabó vencida cuando un vagón descarrilado fue a estamparse contra uno de sus pilares. Los ingenieros, amigos siempre de superarse a sí mismos, construyeron otra en su lugar, de altura más que sobresaliente, pindia e interminable, que tampoco pasará a la historia de la obra pública. Más bien constará en las crónicas de la hipérbole. El caso es que una y otra espantaban más que animaban a recorrerlas, lo que llevaba a los más osados a franquear el ferrocarril por entre andenes y badenes. Hoy no queda rastro de aquel mecano. Se esfumó hace cuatro años, a la par que su pariente, el paso a nivel, cuando también en vísperas electorales se dio un paso más en la no integración ferroviaria en la ciudad. En su lugar, se trazó un camino a ras de suelo, entre alambradas, mucho más cómodo sin duda y también más desolador.

     Porque, desde luego, lo que no desapareció fue el quebranto. Cambió, eso sí, de naturaleza, y lo que antes provocaba desaliento físico hoy es puro descorazonamiento moral. Cuatro años ya atravesando ese Paso son suficientes para valorar el ser de las cosas. El cambio, como en la mayoría de ocasiones, fue sólo aparente y la decadencia siguió su curso. Hoy, tras otros cuatro años perdidos, y así sucede cuatrienio tras cuatrienio en este paraje, lo que la mirada observa al pasar por el Paso y su entorno no es futuro, no es modernidad, no es impulso, sino todo lo contrario: desidia, abandono y postración. Un paisaje postindustrial apropiado para el rodaje de una película de zombis. Solares dejados a su ser y a su ruina, acogedores de desperdicio y malas hierbas. Construcciones fantasmales apenas habitadas por la memoria de lo que fue, cuando no directamente ocupadas por las víctimas del desahucio. Todo sometido eternamente a una espera de décadas y a un designio ingobernable que ha acabado sustituyendo la personalidad de un barrio por una amalgama de nuevos quebrantos.

Restos del chalé de la Azucarera
     La última tropelía se ha cometido no hace muchas fechas. Las máquinas pesadas echaron abajo el coqueto chalé que fuera vivienda de la dirección de la antigua azucarera. Ya se había eliminado tiempo atrás el recinto arbolado que lo envolvía y que vestía de verdor una avenida especialmente agresiva. De modo que lo que pudo ser, si sensibilidad hubiera existido, un espacio recuperado para la vida social del vecindario se dejó al albur del “banco malo” para transformarlo en la maldad de otro territorio muerto. Otra porción de paisaje quebrantado, como el de las viejas casas de los trabajadores de la misma empresa, mientras se anuncia con énfasis para la zona una nueva Área de Rehabilitación Urbana; es decir, eliminemos el alma de las ciudades y coloquemos muros de cemento y ladrillo en su lugar, según parece ser el lema de los modernos urbanistas y los políticos responsables. Se recuerda todavía la barbarie cometida en un enclave próximo, la glorieta de Pinilla, donde un vetusto vagón de mercancías vino a decorarla en un principio. Pero pronto el romanticismo fue sustituido por una mole de hormigón a modo de fuente que aun perdura en el lugar para oprobio del buen gusto.

     En fin, se dirá que un día, no se sabe cuándo, llegará la dichosa integración del ferrocarril. También que otro día, no se sabe cuándo, se culminarán las obras de un Palacio de Congresos. Se dirá que con todo ello y un poco de imaginación el cuadro urbano tendrá otro aspecto y otro ánimo. No se sabe cuándo: se trata de una copla que han cantado generaciones y generaciones de vecinos de ese barrio sin que se haya rematado nunca el estribillo. Eso sí, en los últimos cuatro años, todo un récord, nos han visitado dos ministros de Fomento no se sabe muy bien para qué. El uno vino a quitar barreras y se fue ufano sin advertir que la frontera permanecía cerrada. La otra ni siquiera se dignó en mancharse los zapatos. Hubiera estado bien observarles a ambos atravesando el Paso de los Quebrantos y contemplando lo que desde sus orillas se aprecia: el final de una estirpe y las eternas costuras abiertas de la ciudad.

Publicado en Diario de León, 1 abril 2015

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