Blog de Ignacio Fernández

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martes, 10 de noviembre de 2015

Perder el Norte


            Lo que siempre fue el Norte hoy se llama el Tropical. Nada es inmutable, desde luego, y mucho menos los bares, que no obstante han sido a lo largo de décadas una seña de  identidad ciudadana más que importante. Desde tiempos remotos, a la orilla del hoy desparecido paso a nivel del Crucero, se situaba un típico bar de barrio con solera, con humo y con partidas en la sobremesa. Se llamaba el Norte, quizá por la cercanía ferroviaria que hacia el norte cardinal orientaba sus raíles, del mismo modo que hay todavía un bar Ferroviario y otras referencias cercanas de ese estilo que tienden a la desaparición. En el caso que nos ocupa, se perdió primero la solera a la par que las costumbres han ido transformándose; luego le llegó el turno al humo, hace ahora una década, como consecuencia de leyes y de otros hábitos dicen que saludables; finalmente, no se sabe si fruto de todo lo anterior o porque sencillamente la gente se muere y es sustituida por otra gente, huyeron los naipes, las fichas de dominó y la algarabía que les servía de envoltorio. El bar languideció, como languideció el barrio todo y su identidad obrera tradicional. Ahora, después de varios episodios fracasados que mantuvieron su raíz a base de tapas de callos y cafés bien hechos, el local se ha actualizado definitivamente: ha pasado a llamarse el Tropical y a ser habitado casi en exclusiva por inmigrantes latinos con sus nuevas maneras a cuestas, sus ruidos, sus aromas, sus ritmos y sus sentimientos. Es otra identidad, como es otra, ya digo, la del entorno entero. Y otros son los tiempos.


     Porque en eso de perder el norte, el rumbo, la brújula, el oremus o la tramontana, que tanto da, tiene mucho que ver la idea de identidad mal entendida. Románticamente entendida podríamos decir, en lugar de hacerlo con lógica o con propiedad, que al cabo es lo que indica el dicho: apartarse del comportamiento considerado lógico. Sí, la estrella polar que indicaba el norte y que buscaban los antiguos marineros para orientarse sigue ahí, en la cola de la Osa Mayor, pero a nadie se le ocurriría en la actualidad acudir a ese procedimiento. El rumbo, bien lo sabemos, lo indican hoy las cartas náuticas y todos los instrumentos que las apoyan, pero sobre todo el radar, el GPS y otros sistemas electrónicos. Podemos sentir nostalgia del pasado y novelarlo, pero da igual: sin haber desaparecido del todo, por supuesto, la identidad del concepto navegación no puede ser ya la misma.

     Algo así sucede, está sucediendo, con las identidades nacionales. Por más que argumentemos con la lengua (una realidad más que evidente), con la bandera (sometida al efecto de la polilla y otras personalizaciones de lo simbólico) y con la historia (muy manipulable), el resultado acaba remitiendo necesariamente al sentimiento, es decir, a lo que no es lógica ni razón, y en ese caso la posibilidad de perder el norte es inmediata. Tanto monta el norte global español como el norte desconectado catalán. Y por eso mismo resulta tan difícil construir de un modo artificial nuevas identidades regionales, como ocurre en el caso de Castilla y León, porque sin sentimiento no hay lógica ni razón que valgan.

     Ahora bien, ni se gobiernan los sentimientos, pues nunca el romanticismo se sometió ni a dueño ni a señor y por eso mismo llama a la desobediencia de las leyes, ni los gobiernos pueden ser sentimentales sin más. No. Puesto que mutamos, y en este siglo a mayor velocidad que en ningún otro momento histórico anterior, lo que nos permite construir país, región, barrio o lo que sea es el acuerdo, es decir, la política, cuya ausencia ha resultado atroz en el proceso independentista, así en el lado de los unos como en el de los otros. Es el ejercicio de la política, con lógica y razón, lo que asegura la evolución de los pueblos, de las regiones, de las naciones o de lo que convengamos; a través de ella se anticipan los cambios y se actúa sobre ellos para resolver el conflicto de intereses; y con su intervención, en fin, se hace frente a la necesaria evolución de la identidad individual o colectiva, que es un proceso obligatoriamente cambiante, obligatoriamente sometido al diálogo y al pacto. Si no se asume esto, mejor apagar la luz y volver sobre la estrella polar o al siglo XIX como están haciendo muchos.

     Es la política, en suma, la que permitirá que convivan la memoria del Norte con la actualidad del Tropical y que lo hagan con salud en un mestizaje que ya forma parte indeleble de nuestro ser. Sur y norte van y vienen por esas cartas de navegación, se mezclan pero no se confunden, se alían para progresar y se respetan. Lo demás, por no ser más crudos, es barbarie y sentimentalismo trasnochado.
Publicado en Diario de León, 10 noviembre 2015

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