Blog de Ignacio Fernández

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martes, 24 de mayo de 2016

Cultura general

     Ocurre que la vieja expresión cultura general y todo su significado han pasado prácticamente a mejor vida. Según se define en uno de esos rincones de internet responsables, entre otros, de la pérdida, no era otra cosa que “el saber que permite a un individuo construir su propio criterio, analizar asuntos diversos y responder con éxito en diferentes facetas de la vida cotidiana. Dicha cultura puede construirse a partir del estudio sistematizado, de la educación informal y de la experiencia adquirida a lo largo de los años”. Su lugar lo ocupa ahora una supuesta cultura generalizada, es decir, la fantasía de que las herramientas digitales ponen a nuestro alcance cualquier materia y que, en consecuencia, en ellas reside el saber y no hay necesidad alguna de interiorizarlo. Lo otro, lo perdido, es un esfuerzo o una devoción que se reserva para quienes acuden a concursos del tipo Saber y ganar.

     Sin embargo, difícil es que lo que se nos da frito y migado pueda servirnos para construir criterio propio o para aplicar en la práctica el conocimiento no decantado por nuestros medios. Más bien se produce una uniformización de pareceres y una respuesta bastante trivial. A ello contribuye también, con toda seguridad, el imperio de la especialización al que hemos sido sometidos, de tal manera que simulamos saber mucho de algo y casi nada de todo, como si la condición ilustrada fuese una tara más que un blasón. Y así, pongo por caso, no es nada extraño que un miembro de la llamada generación mejor preparada de nuestra historia conozca al dedillo las últimas aplicaciones de los drones, pero no sepa rellenar una instancia para inscribirse en un aeroclub o quiénes fueron los hermanos Wright.

     En otro plano, cabe señalar a la educación como un problema, no como una solución, a la hora de animar ese conocimiento extenso al que nos referimos. Hace años que la enseñanza dejó de aspirar a tal objetivo, sustituidos sus fines clásicos por los del modelo liberal y empresarial: no se forma ciudadanos críticos y activos sino productores que en un segundo momento se conviertan en consumidores. De hecho, bien es conocido el lugar secundario que hoy se reserva a las llamadas Humanidades o el desprecio con el que está siendo tratada en tiempos recientes una disciplina como la Filosofía. No es un asunto que se deba atribuir al rumbo de los tiempos, sino al gobierno preciso de estos tiempos.

     Finalmente, el entorno cultural, en vivo o en pantalla, conforma un tercer nivel difuso de asimilación contrario a lo diverso y, por tanto, a lo ancho. Todo parece estar contenido, en apariencia, dentro de las programaciones oficiales o de las parrillas establecidas, de modo que fuera de esas estructuras sólo caben las rarezas, los malditismos, las minorías escasamente respetadas o lo directamente pasado de moda. Como la enciclopedia en el sentido más académico. Se crea así la impresión de que lo programado es el canon sin discusión posible y que lo que hay más allá son sólo excrecencias impropias de esta edad, saberes prescindibles.

     Vale, seguramente tampoco haya que mitificar a humanistas e ilustrados, que no pasarían de ser en su época un puñado de individuos selectos. Pero sin llegar a tales extremos, no nos vendría nada mal cultivar un pensamiento con grandeza. Sobre todo cuando hasta el troglodita Donald Trump presume de que “ya que hay que pensar, pensemos a lo grande”. No pensamos en lo mismo, por supuesto, pero por ahí van los tiros.
Publicado en Tam Tam Press, 24 mayo 2016

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