Blog de Ignacio Fernández

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viernes, 25 de noviembre de 2016

Discurso sin método

     Un absurdo no menor de esta edad, que algunos llaman de la información y del conocimiento, es el desdén por la que es sin duda principal herramienta de esas dos acciones: el lenguaje verbal. Y, de ser así, como veremos, bien podría decirse entonces que vivimos en la edad del pensamiento relajado, por no decir ausente.

     Al describir la penuria del discurso político actual, el académico Salvador Gutiérrez Ordóñez explica que “cuanta mayor riqueza léxica se posee, mayor es la parcelación conceptual. Y, sin embargo, cada vez se usan menos palabras para describir el mundo”. Es decir, discursos más pobres en consonancias con análisis más pobres, ya sea porque no dan más de sí los oradores, ya sea porque el código acaba acomodándose a una audiencia educada sin otras aspiraciones declaradas o reconocibles. En cuyo caso, sin importar quién sea el pecador, esta inexistencia de método nos sitúa ante individuos lamentablemente ligeros de equipaje mental. De hecho, basta atender al neurólogo Pablo Irimia para saber que “el pensamiento profundo y meditado genera nuevas conexiones neuronales” e inferir, en consecuencia, que a menor pensamiento, menor carga de neuronas y más necedad así en el discurrir como en el argumentar. ¿Por qué, según nos cuenta el pensador Boris Groys, en Estados Unidos se considera ahora que es bueno pensar una media hora al día si no fuera por los estudios que han demostrado que se trata de una actividad que, siempre que no se abuse, genera unos procesos químicos provechosos para la buena salud? En suma, pensar y hablar como expresión de vigor o de atrofia.

     Pero la patología, no lo ignoremos, es casi sistémica. El lenguaje y el pensamiento políticos están a la vanguardia del deterioro, sin duda, por ser los más evidentes y los que mayor pedagogía debieran ejercer, aunque otras dos expresiones más que generalizadas pugnan con fuerza por el protagonismo en la carrera de la displicencia: el regreso de los ideogramas y la revolución informativa digital.

     Los primeros, esos emoticones invasivos, a pesar de componer una forma de comunicación global, o quizá por eso mismo, no dicen nada porque no apelan a la razón sino a la emoción. No hay actividad mental en ellos, sólo epidermis; no hay mensaje, sólo chasis; no hay discurso, sólo puerilidad. Y lo segundo ha desembocado, en fin, en auténticos “corrales –más que redes– sociales, donde la muchedumbre pone a prueba algoritmos que reafirman sus previos puntos de vista”, tal y como sentencia el ensayista Ernesto Hernández Busto. No hay crítica ni discernimiento, pues, no hay verdadero conocimiento ni afán de construirlo, sólo reafirmación de los titulares básicos con que los individuos andamos complacidos por la vida. Bien se sabe, lo saben mejor que nadie los poderes y esos think tank puestos de moda por las universidades más conservadoras, que ésa es la actitud contraria a la subversión, porque, en palabras de Juan José Millás, “el joven peligroso es el que se queda un viernes en casa a leer Madame Bovary”.

     No desistamos, sin embargo, y atendamos un poco más a las luces intelectuales que todavía brillan a nuestro alrededor, que haberlas haylas. Por eso, en el mar de citas de este artículo, no puede faltar como remate la voz de la penúltima Premio Nobel de Literatura (quizá la última en realidad para los más ortodoxos), Svetlana Alexievich: Desgraciadamente, las ideas juegan ahora un papel menos importante en nuestras sociedades. Lo que se impone es la parte material, y lo lamento mucho. Necesitamos personalidades capaces de ofrecer al mundo una nueva visión, sistema, filosofía, valores que el mundo sigue necesitando”.
Publicado en Tam Tam Press, 24 noviembre 2016

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