Blog de Ignacio Fernández

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martes, 17 de enero de 2017

La fuente turbia de la edad

     Como cofrades de la novela de Luis Mateo Díez, nadie escapa del mito de la eterna juventud y a ello nos entregamos con ánimo más fabulador que realista. Algunos, cierto es, con ánimo científico, y ése será sin duda uno de los motores que guíen la investigación en esta época, si es que no ha sido así ya a lo largo de las que fueron antes. Desde los mágicos elixires hasta la venta de almas al diablo. Ahora, en cambio, lo que se lleva es la ingeniería genética y el bótox.

     Si dejamos de lado la toxina botulínica, que apenas si es algo así como un maquillaje pretencioso, nadie discutirá que las mejoras sanitarias y en la investigación alejan el final de la vida, aunque, eso sí, a precios más bien caros y, por tanto, no al alcance de cualquiera. He ahí otra seña de la desigualdad que nos rige. Mas, a pesar de ello, nadie puede ignorar tampoco que la esperanza de vida en el mundo ha pasado de 48 a 71 años entre 1950 y 2015. Además, los derroteros por los que ahora derivan los científicos anuncian todavía nuevas progresiones. Sin ir más lejos, un equipo dirigido por el bioquímico Juan Carlos Izpisúa ha logrado alargar la vida de ratones reprogramando sus células mediante un mecanismo que para los legos parece casi alquímico: convertir cualquier célula adulta en célula madre. Naturalmente, es difícil saber cuándo se producirá la acrobacia desde los roedores hasta los seres humanos ni es posible aún aventurar las probabilidades de éxito en ese brinco, pero sucederá en algún momento de esta edad y al menos contribuirá a mejorar la calidad de vida de ciertos grupos de población. Nunca será un progreso universal.

     Ahora bien, lo que no resolverá la ciencia es la eterna disputa entre edades y la consideración que nos merecen, es decir, el conflicto entre los diferentes tiempos humanos y su protagonismo o su ostracismo. Así, mientras Manuel Rivas, pesimista, escribía que “se emplea con demasiada ligereza viejo como sinónimo de retrógrado o ignorante. Hay una especie de gerontofobia en el ambiente”, resulta que en los EEUU los dos últimos candidatos a la presidencia cargaban a sus espaldas con 70 años Trump y con 69 Clinton. Por no hablar del otro contendiente en las primarias demócratas, Sanders, que gozaba los 75 pero entusiasmaba a las hornadas más jóvenes. Nunca se sabe, pues. Pero lo que sí es más que evidente, en términos generales, es el valor menguante de los antaño pensionistas dorados. Se les mimó no tanto porque encarnaran respeto sino por ser una importante fuerza de consumo, para lo cual eran imprescindibles unas pensiones con cierto poder adquisitivo. Hoy, ese papel, emergidas las clases medias en lugares como China, India o Latinoamérica, es casi irrelevante. Además de difícil de sostener desde un sector público más y más cuestionado y desde unos impuestos condenados a la impopularidad más insolidaria. Sólo si ese gran grupo social es consciente de su poder y se hace valer, sobre todo alejándose de su conservadurismo tradicional, podemos esperar que sea otro gallo el que les cante.

     Y, mientras tanto, en pos de esa vida eterna, a ser posible juvenil, continuarán licuándose las fronteras que separan unas edades de otras. Para eso precisamente se eliminaron los ritos de pasaje o se les privó de su significado original para transformarlos en una razón más para el comercio. De modo que todo apunta a que la poscontemporánea será una edad mucho más infantil, muchísimo más adolescente, joven a raudales y, desde luego, de madurez disimulada. La ciencia, la tecnología y los grandes almacenes se encargarán de que así nos lo parezca.
Publicado en Tam Tam Press, 17 enero 2017

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