Blog de Ignacio Fernández

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miércoles, 1 de febrero de 2017

Sobre los tratados de comercio

     Durante el siglo XX el comercio internacional persiguió en vano su máxima liberalización, pero sólo conquistó una sopa de letras y una serie de sucesivas rondas de negociación. Fueron los tiempos de interminables conversaciones en La Habana, Marrakech, Annecy, Torquay, Tokio, Punta del Este, Montreal, Bruselas y Doha.  Fueron así mismo los tiempos del GATT (Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio) y, finalmente, de la OMC (Organización Mundial del Comercio). Eso sí, con todo ese ir y venir se sentaron las bases de lo que ya en el siglo XXI es el paso decisivo hacia la ansiada liberalización en forma de siglas todavía más incomprensibles, las de los Tratados de Libre Comercio, ahora de tipo regional o bilateral: ALCA, TLCAN/NAFTA, APTA o los que se ciernen sobre nuestras cabezas TTIP (entre la Unión Europea y los Estados Unidos), CETA (entre la Unión Europea y Canadá) y TISA (internacional sobre servicios).

     El asunto viene de largo, pues, y parece mentira que ciudadanos y ciudadanas no lo conozcan mejor. O no se les permita conocerlo mejor, porque ésa es una de las claves del invento: su oscuridad. Siendo como es la actividad comercial un hecho común y corriente para toda la humanidad, cuando su regulación o desregulación se lleva a cabo a espaldas de la gente poco bueno se puede esperar de semejante proceder. Sobre todo cuando esos procedimientos opacos son de la misma naturaleza que los que hemos padecido en el campo financiero y mercantil, con resultados más que dramáticos. Y, sobre todo también, en una esfera mundializada donde, como nunca antes en la historia, un leve vaivén en Malasia, pongamos por caso, repercute ipso facto en Mayorga, también por caso, sin que apenas seamos conscientes de lo que está ocurriendo.

     En efecto, lo que se esconde tras los tres últimos tratados nombrados arriba, tal y como ha ocurrido con los anteriores ya en vigor, no es el paraíso que nos prometen sus impulsores, sus negociadores o sus comilitones. Es decir, las multinacionales en primer lugar, los gobiernos y la Comisión Europea en segundo, y los partidos políticos que se limitan a dar palmas; en el caso de España, PP, PSOE, Ciudadanos y todo el coro nacionalista. No, lo que hay detrás de ellos es la exaltación de las doctrinas neoliberales y de todas sus letanías, el adelgazamiento extremo de todo lo público, incluida la soberanía democrática de los Estados, y la rapiña elevada a su máxima expresión.

     Como ciudadanos y ciudadanas nos debe inquietar ese tono general, por supuesto, que atenta contra cuestiones tan básicas como la seguridad alimentaria, la protección medioambiental, la privacidad y la protección de datos, las garantías para los consumidores o los obstáculos para la iniciativa pública. Pero desde el punto de vista sindical la inquietud debiera ser mucho más intensa todavía, pues la repercusión que dichos tratados tendrán sobre el campo laboral no será incruenta. Pensemos que una de las bases de los mismos es compartir los estándares entre las partes firmantes que, evidentemente, no son los mismos a uno y a otro lado del Atlántico. Mientras que en los países de la Unión Europea, a pesar de las reformas laborales feroces de los últimos tiempos, existe aún un Derecho Laboral que ampara unos principios mínimos para regular las relaciones laborales, lo que hay del otro lado es directamente una selva y el predominio absoluto de las relaciones individualizadas, más que desiguales por tanto, en ese mismo ámbito. No se puede olvidar, por ejemplo, que los Estados Unidos no han suscrito numerosas directivas de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y, en consecuencia, no se sienten concernidos por ellas. Ni que decir tiene cuál puede ser el estándar triunfante cuando entren en vigor los tratados. Lo que hemos conocido con las reformas laborales no será nada a su lado, es sólo la alfombra roja para las botas de una nueva agresión contra la clase trabajadora y, posiblemente, el fin del modelo social europeo.

     A principios de este año se ha producido una circunstancia curiosa sobre la que también conviene advertir, ya que los medios de comunicación, de un modo simplista, se han encargado de ponerla de relieve no con sanas intenciones. La llegada de Donald Trump a la presidencia de los EEUU y su anuncio de que no comulga con los tratados internacionales ha servido a algunos, bien para equiparar posiciones, bien para suponer que el problema se ha resuelto por sí solo. No es así. Las posiciones no son las mismas ni mucho menos. Nuestra oposición no se debe, como la suya, a motivos proteccionistas ni nacionalistas a ultranza, sino a razones de justicia y de igualdad entre pueblos y Estados, que coloquen los intereses de las personas por encima de los que rigen las cuentas de las transnacionales. Además, saben Trump y sus consejeros que no necesitan el TTIP, les basta con el CETA en la medida en que las grandes compañías norteamericanas cuentan con filiales poderosas en Canadá, que servirán de puente para sus objetivos sin que el discurso rancio del presidente estadounidense entre en contradicción. Atención pues a las simplezas, porque producen tanto daño como la oratoria del populista.

     En suma, no cabe otra que insistir en el rechazo del CETA, pendiente de que los parlamentos de los países europeos lo ratifiquen. Influir sobre nuestros representantes políticos para que se lo piensen dos veces es tarea ineludible, así en las mesas donde toque como en las calles. Y cuidado con el TISA, que está pasando de puntillas. El comercio de servicios como la banca o el transporte, ya bastante afectados por la super-crisis, está en juego con su negociación.

Publicado en Notas Sindicales 2017

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