Cuando
pensamos en un lobby, lo hacemos, de acuerdo con su definición, en un grupo de
presión formado por personas con gran influencia y poder, sobre todo político o
económico. Pensamos en las empresas eléctricas, en las entidades financieras,
en grandes multinacionales o en industrias farmacéuticas; quizá también, aunque
menos, en organizaciones de naturaleza ideológica, desde las iglesias y sus
satélites hasta medios de comunicación, o en comunidades y países que influyen
sobre otros, como se suele pensar de la comunidad judía o de Israel sobre los
Estados Unidos. Pero rara vez se nos ocurre considerar de tal forma a la
alianza de cofradías y mesoneros o a ciertas asociaciones de madres y padres,
que se han revuelto y tratan de influir a beneficio de parte sobre el
calendario escolar. De momento, ya la Consejería concernida ha templado gaitas
y permitirá comulgar con ruedas de molino.
Y
es que ha vuelto a suscitarse por enésima vez la controversia en lo que se
refiere a las vacaciones escolares previstas para el año 2018 en la llamada
semana santa. Ignorantes del sentido que tienen los periodos de descanso
académico, el único que debiera contemplarse si de academia hablamos, pretenden
de nuevo que a toda costa ese periodo coincida con la semana de penitencia,
bien para garantizar público y consumidores a sus negocios, bien para facilitar
la conciliación familiar. Sus razones tienen, aunque yerran en el destinatario
y en la formalidad de sus demandas. ¿Por qué no dirigirse al Vaticano o a quien
proceda de la curia para que se acomoden los ritos pasionales a un calendario
estable? ¿Por qué no reclamar a
administración y empresas las condiciones necesarias para la efectiva
conciliación, así en esa dichosa semana como en el resto del año? ¿Por qué ha
de someterse el universo ciudadano todo a las costumbres de una fe única, a la
voracidad del sector hostelero o a la conveniencia de asociaciones
confesionales? ¿Por qué no se piensa más en la escuela y menos en lo mundano?
Publicado en La Nueva Crónica, 28 mayo 2017