Mucho
dicen los paisajes urbanos acerca de nuestro existir corriente. Mucho más que
los discursos, que los artículos de opinión y que los decretos. Basta observar
los escaparates y lo que detrás de ellos se muestra para saber cómo anda
nuestro impulso vital.
Pues
bien, lo que vemos, sin gran esfuerzo ni análisis, es que abundan todavía las
cristaleras vacías, habitadas solamente por letreros que reclaman su alquiler o
venta, como en los momentos más agudos de una crisis que dicen que ya ha
pasado. También hay menos escaparates bancarios, notablemente menos, sobre todo
de aquellos que correspondían a cajas de ahorros, que han sido debidamente
privatizadas o liquidadas para mayor placer del sector financiero privado. Por
el contrario, hubo un momento inconcreto en que proliferaron, y ahí siguen,
todo tipo de negocios dedicados a la corrección de defectos y a la pura
apariencia: perfumerías y droguerías de última generación, clínicas dentales,
establecimientos para la depilación y arreglo de uñas, gimnasios, etc. También,
en la misma línea, los dedicados a productos presuntamente ecológicos y con
apellido gourmet o vinculados a la naturaleza, mientras han decaído en la misma
medida las tiendas de alimentación tradicionales. Y, naturalmente, bares,
muchos bares e inventos colaterales de toda índole.
Pero
lo último, lo más reciente, lo que llama la atención sobre el momento en que
vivimos son las lavanderías para el autoservicio, del tipo de las que hemos
visto en películas americanas de casi toda la vida o en la más que deliciosa,
aunque británica, Mi hermosa lavandería.
Nunca se vieron por estos pagos aldeanos semejantes locales y ahora se
multiplican sin disimulo. No dudamos de sus cualidades ni de sus beneficios,
pero, del mismo modo que hubo un tiempo para el simulacro, que persiste,
llegado parece el de la necesidad evidente de limpieza. Esperemos que cada cual
sepa lo que debe introducirse en la lavadora. Después de las últimas dos
décadas, suciedad es lo que sobra.
Publicado en La Nueva Crónica, 11 junio 2017
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