Nunca
tuvimos tantos mapas a nuestro alcance y, sin embargo, nunca estuvimos tan
desorientados como ahora. Verdad es, según nos enseñaron, que el mapa no es el
territorio y siempre la realidad va muy por delante de los trazos que la
dibujan. Pero la cartografía se ha desarrollado de tal modo que lo difícil es
perderse. O encontrarse, según se mire. Mapas, planos, cartas, callejeros… nos
rodean y nos asaltan desde todo tipo de pantallas, aunque siempre nos resultan
insuficientes o no hemos sido capaces de instalar la última actualización. La
definitiva.
Ahí
están, por ejemplo, los mapas del tiempo, excesivos siempre, más todavía si se
acompañan de la oratoria y la gestualidad de Mónica López. Pero su éxito de
audiencia (cuentan que uno de los programas más vistos en cualquier cadena
televisiva es el que se encarga de la información meteorológica) no procede
tanto del despliegue visual como de otros intereses muy propios de esta época:
la preocupación por lo que no preocupa en detrimento de lo que debiera
preocupar y la necesidad de certezas sobre el futuro incierto.
En
el fondo, el interés por el mapa del tiempo no es otra cosa que el interés por
un futuro calculado, medido en predicciones aritméticas y definido de forma
alegre y vistosa, incluso cuando se anuncian tormentas u olas de calor. Todos
quisiéramos disponer de una bola de cristal que nos revelara el porvenir con
precisión meteorológica, un anticiclón por aquí, una borrasca por allá, un
frente ocluido por el otro lado y así sucesivamente. Es la necesidad de
certezas la que alimenta el interés por ese mapa del tiempo tan cabal, no ya el
anticipo del paraguas para el día siguiente o el tempero para las labores
agrícolas. Es en suma la naturaleza de esta época tan necesitada de algún tipo
de asidero que nos permita adivinar lo que va a ser de nosotros. Por desgracia,
ese futuro no lo definen ya ni la política ni la sabiduría académica. Se
encargan de ello, como si tal cosa, los hombres y las mujeres del tiempo.
Publicado en La Nueva Crónica, 30 julio 2017