El
ecuador del mes de julio, lo mismo que el de agosto, sorprende a los ojos por
esas carreteras de dios con un estallido de carteles fluorescentes. Son
anuncios de fiestas locales que tratan de llamar la atención de indígenas y
viajeros. Y ya lo creo que lo consiguen, aunque no tanto por el programa
expuesto en ellos, que suele ser repetido de año en año y casi calcado de una
localidad a otra.
Las
fiestas de nuestros pueblos apenas han evolucionado en las últimas décadas.
Siguen conservando intacta la llamada a un acto religioso central, en torno al
cual hay verbenas, juegos infantiles y alguna actividad llamada tradicional.
Por el camino, sólo han perdido la música en directo apoyada en pasodobles y
rumbas, sustituida por artificios, y el casposo partido de fútbol entre
solteros y casados que, evidentemente, ya no daba más de sí. Los más
progresistas y con posibles llegan a introducir algún mercadillo o incluso un
toque cultural complementario. El resto sigue a pelo gracias al chocolate, las
sopas o las sardinas a altas horas de la madrugada. Es lo que hay.
Ahora
bien, lo que florece, al hilo de otras modas, son los festivales de todo tipo y
pelaje, convertidos en comunión veraniega obligatoria si uno pretende estar a
la última. No como tiempo atrás, cuando a lo más que se aspiraba era a viajar a
Ortigueira para escuchar a Gwendal. En esto sí que se ha producido un cambio
notable, aunque nada ajeno a los movimientos convulsos de masas que poco tienen
que ver con la música en sí.
Y,
en fin, lo que también ha hecho furor, porque el marketing así lo quiere, son
las ferias, herederas en teoría del ancestral comercio nómada que también era
motivo de celebración para lugareños y lugareñas. Cualquier ayuntamiento que se
precie anuncia hoy una feria, pero no tanto para solaz de sus habitantes como
para reclamo de foráneos, que acuden prestos a darse una pátina rústica a base
de mieles, ajos, botijos y otras mercancías presuntamente naturales. Y así
hasta el año que viene.
Publicado en La Nueva Crónica, 16 julio 2017
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