El
último descubrimiento para aliviar la sed de estos páramos secos resulta ser la
gastronomía: convertir pretenden la ciudad de León en capital española de ello
en 2018, y adobar así la mojama de griales, fueros y otros fetiches con un
pretendido signo de modernidad. Económica y culturalmente es lo que da de sí la
iniciativa pública (de la privada ni hablamos), que fía nuestro porvenir en la
atracción de visitantes. Ya lo ha señalado con énfasis el propio Alcalde cuando
reclama para nosotros los turistas que otros dicen no querer. Curiosamente, no
utiliza la misma vehemencia para recibir refugiados y desesperados del mundo
que demandan asilo, a pesar de que en su día se etiquetó a esta localidad como
ciudad de acogida.
En
fin, decimos gastronomía y decimos dinero. Es verdad que algunos datos son
elocuentes: la restauración movió en
España 38.300 millones de euros en 2014; en Méjico, los negocios gastronómicos
generan el 13% del PIB turístico; el 36% de los visitantes que llegan al País
Vasco lo hacen expresamente para degustar su cocina… Por el contrario, no se
detienen las estadísticas en salarios, tipos de contrato y condiciones
laborales de un sector, cuya riqueza generada no repercute ni sobre sus
trabajadores y trabajadoras ni sobre la ciudadanía en general a causa del
escaso valor añadido general de esos trabajos. Todo ello sin mencionar que
estamos ante otra burbuja flambeada que durará tanto como beneficios
particulares proporcione y no tanto como los que hubieran de recaer sobre el
entorno indeterminado.
Conviene
observar de paso las adhesiones que se recogen para la iniciativa. Aparte de
institucionales, que son lo que son, o del propio ámbito interesado, faltaría
más, la mayoría procede del mundo del espectáculo, lo cual no es baladí. Se
trata de convertirlo todo en un show y lo que no sea susceptible de pasar por
ese tamiz es directamente desechado, no vaya a ser que el personal se aburra y
no se generen sinergias con otros festivales de idéntico calibre.
Publicado en La Nueva Crónica, 27 agosto 2017