Desde la esquina última del verano,
señora, donde cuentan que el sol acaricia en su caída la constelación de Virgo,
vuelvo a usted para constatar cómo crece nuestra colección de necrológicas. No
es morbo sino coincidencia que los años convierten en abundancia a veces
insoportable. No le hablaré mucho de Jeanne Moreau, ida en
este estío, como no lo hice el mes pasado sobre Simone Veil. No son nuestras
cartas un obituario, y si traigo a colación la referencia a la Moreau lo hago
por pura devoción y porque también Santos la veneraba. Al menos en lo que hace
a su papelito fugaz en Los
400 golpes o en el estelar de Jules et Jim. Para
mí, lo confieso, también por su interpretación del personaje de Anne
Desbarredes, la mujer borrosa de Moderato Cantábile,
imaginado por Marguerite Duras y filmado después por Peter Brook.
Observe, pues, cómo se nos acumulan
nombres que tarde o temprano son pérdidas. Durante una época de nuestra
existencia, quiero pensar que sobre todo en la juventud o primera madurez, los
vamos acopiando con mimo del mismo modo que obrábamos con las colecciones de
cromos en la infancia. Luego, nunca se sabe cuándo, el catálogo empieza a
menguar, al principio con parsimonia pero a partir de un determinado momento
con excesivo vértigo. Y así la vida se convierte sin querer en un álbum de
epitafios. Usted lo sabe bien en lo cercano si pensamos en Lucien o en Kate. Yo
empecé a saberlo a partir del accidente mortal de Santos. Hasta ese día tanto
él como yo nos creíamos infinitos.
En cierta ocasión, me refirió una
discusión que había mantenido en el bar de Palomares con algunos parroquianos
acerca del valor de los refranes.
Ya sabe, esos dichos sentenciosos tan del gusto popular. Pues bien, él se había
obcecado en que el refranero era una construcción reaccionaria y que había de
ser combatida por la razón. “Odio que me recuerden que la salud es lo más
importante o que no hay mal que cien años dure”, me contaba a propósito de
aquello. No se lo discutí nunca porque ingenuamente también yo sabía que estaba
en lo cierto. De hecho, no sé a usted, a mí aún me vive el mal de su pérdida a
pesar de los años, que no son cien aunque alcanzan ya la categoría de
eternidad.
El fallecimiento precipitado de
Santos fue, sin embargo, la confirmación del tópico: “siempre se nos van los
mejores”, se repetía en el atrio de la iglesia de su pueblo. En realidad, la
mayor parte de cuantos estábamos allí no sabíamos qué otra cosa decir,
posiblemente era aquél el primer funeral de uno de los nuestros y el infarto
mental era de tal calibre que no cabía otra que recurrir a lo que habíamos
escuchado y despreciado en ceremonias similares. O tal vez no. Tal vez fuera
cierto que se iba el mejor. El mejor de los nuestros entonces, el de mayor
genio al menos. Nuestro talento, que no discuto en muchas de las amistades allí
congregadas, nunca hizo sombra a su clarividencia. Nuestro humor no llegaba a
las botas de su ironía. Nuestro saber quedó fatalmente amputado.
Mas no era mi intención en un
principio convertir nuestras cartas en un ir y venir de elegías, bien a pesar
de que los tiempos nos abonen el terreno con estos sucesivos fundidos en negro
y con otros horrores que no dejan nunca de golpearnos. A veces se me ocurre
pensar si no desaparecerá también con nosotros ese género en la medida en que
lo que se anuncia para los jóvenes millennials es la no muerte. En fin, Jane,
vivir a caballo de dos siglos tiene estas consecuencias: uno no sabe bien si es
pasado o si es futuro, si uno es lo que se hizo o si llegará a ser lo todavía
por hacerse. De manera que procuraré ser más animoso con usted en próximos
envíos, aunque tampoco se lo puedo garantizar del todo. La columna cristiana,
de la que nunca lograremos desprendernos, nos llevaba a Santos y a mí, en
aquellos años, a tener fe en la providencia. Así que proveeremos, madame,
proveeremos.
Publicado en Tam Tam Press, 13 septiembre 2017
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