Y
ahora, del mismo modo que fechas atrás el tópico nos aconsejaba desconectar, no
queda más remedio que reconectarse. La existencia, pues, se somete a un eterno
y repetido on/of para cuyo soporte se
necesita generar nuevos ídolos a corto plazo: las fiestas de la Encina o de San
Froilán por lo que hace a lo local, el puente de la Constitución, las
Navidades… Todo ello sazonado, inevitable y convenientemente, con la obsesión
por el viaje, con los abrigos familiares y con aires festivos. Así vivimos
desde que alguien decidió apoyar su índice sobre la tecla power.
Y
son cada vez más este tipo de ídolos, que no de ideas o ideales, los que
presiden los ritmos del calendario y de las vidas en general: no hemos acabado
de contarnos el resultado de nuestras vacaciones estivales, si las hubo, y ya
estamos haciendo planes para la siguiente cita, si la hay. Lo que queda por el
medio es sólo un tránsito pesado entre presumidas e ilusas desconexiones, que
se sobrellevan mejor, claro, si vienen acompañadas por celebraciones imbéciles
como el Halloween o el Black Friday,
que también llegarán próximamente: dos ejemplos, recurrentes como una noria, de
la absoluta conexión a la que estamos sometidos.
A
todos los efectos, es septiembre, más que ningún otro momento del año, el enclave
para el nuevo y reiterado ensamblaje, al menos desde que la organización
escolar nos fue alineando poco a poco en los usos cotidianos. Por eso regresan
también en estas fechas las novedosas colecciones a los kioscos y los
originales reportajes televisivos sobre la vuelta al cole, las miméticas
inauguraciones de todo tipo de cursos y las redundantes ofertas de
temporada. Por regresar, incluso nos
amenazan con otra edición del concurso de cantantes clónicos y, cómo no, con el
enésimos menú de los cocinillas. En fin, menos mal que pronto llegará el otoño
y podrán los ojos solazarse con la vejez cobre y amarilla del abedul, con el
pardo apagarse de los robles y con la dulce y dorada senectud de los hayedos.
Publicado en La Nueva Crónica, 3 septiembre 2017
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