Quizá
la modernidad resida en los estancos. O en las farmacias. Dos establecimientos
que, entre la vida y la muerte, cada vez tienen más parecidos entre sí: unos y
otras con sus lámparas led en las
fachadas alumbrando como faros el horizonte de las calles, con sus anaqueles
simétricos y bien dispuestos llenos de productos atractivos y variados, con su
claridad interior y sus escaparates vistosos, con sus relojes y termómetros
digitales, hasta con horario de guardia en algún caso.
Las
farmacias evolucionaron hacia el estilo supermercado aséptico hace tiempo. Los
estancos lo van haciendo poco a poco, alejándose de los rincones oscuros que
fueron en origen y, como aquéllas, diversificando la oferta en pos de una
clientela más y más perseguida. Hoy unas y otros son espacios atractivos donde
dan ganas de entrar y consumir. La vida y la muerte son el reclamo principal,
siempre tan de la mano, siempre tan complementarias, un antibiótico por aquí y
un cigarrillo por allá.
Con
todo, yo prefiero los estancos. Por toxicómano, desde luego, pero también por
su clientela, que es donde se notan todavía las diferencias entre ambos
comercios. Frente a los enfermos recetados, nada mejor que los enfermos
devotos, mucho más sociables y dispuestos a compartir sus mercancías,
protagonistas de conversaciones bastante menos sublimes y actores de su propia
cotidianidad. Incluso los dependientes son de otra pasta, dicharacheros y
animosos, sin batas blancas ni sonrisas esterilizadas. Hay ambiente en esos lugares,
podría decirse. La pena reside precisamente en el aspecto común de los
decorados, que responden a ese aire homogeneizador que lo invade todo en
nuestro entorno, tanto da una oficina de correos que una tienda bio. Al menos, eso sí, ya no lucen la bandera
con que obligatoriamente se adornaban tiempo atrás, que daba la impresión de
que se entraba más bien en un cuartel de la guardia civil. Tal vez porque
banderas es lo que nos anda sobrando a estas alturas de la vida y de la muerte.
Publicado en La Nueva Crónica, 15 octubre 2017
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