Nunca
hubo una definición tan contundente del término nación como aquélla que nos
inocularon en las escuelas del régimen al referirse a España: una unidad de
destino en lo universal. Horas y horas de clases en Formación del Espíritu
Nacional para confirmar la grandilocuencia, la megalomanía y el absolutismo con
los que nos educaban. Pero a la vez simplicidad y propaganda, otros dos
componentes básicos del fascismo.
Sin
embargo, no resulta tan fácil precisar este concepto hoy en día, a pesar de los
alardes expresivos que nos aturden durante los últimos tiempos. De hecho, muy
curioso fue leer la encuesta que el pasado 12 de octubre realizaba este diario
a personalidades leonesas y de otras esferas acerca del asunto. “¿Qué es o qué
significa España?” se les preguntaba y, a tenor de las respuestas, da la
impresión de que las nuevas escuelas son tan simples y propagandísticas como
las añejas, si bien en un sentido político distinto. Poca lucidez y mucha
circunstancia se observaba en las contestaciones, lo que nos confirma la idea
de que lo nacional es más bien un hecho adverbial y no sustantivo, como muchos
pretenden que creamos. Más aún en estos momentos agrios. Relatos históricos,
turísticos y leguleyos era lo que predominaba en el conjunto, mucho
sentimentalismo decimonónico y prejuicios ideológicos. Un laberinto, en suma.
Contribuiré
a ello, si me lo permiten. Accidentalmente, nací en esta tierra, gracias a lo
cual tengo un documento de identidad que me garantiza unos mínimos, cada vez
más mínimos, derechos de ciudadanía, a los cuales aspiran legiones de personas
desesperadas. Luego deben ser importantes. Trabajo aquí y, por tanto, aquí pago
también mis impuestos para contribuir al mantenimiento de esos derechos
comunes. Y hablo una lengua que va mucho más allá de estas fronteras, lo cual
no me identifica sino que me expande y me mezcla con otros. Lo mismo que la
cultura que la acompaña. En fin, no se me ocurre forma mejor de mostrar mi
pertenencia al imperio romano.
Publicado en La Nueva Crónica, 22 octubre 2017
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