En aquellos tiempos, tal y como
denota el mes en que le escribo esta nueva carta, nos dio por la vendimia. Bien
por necesidad para pagar los estudios, bien por un romanticismo impreciso, el
tránsito entre septiembre y octubre nos condujo hasta los barcillares, que es
como nombran por alguno de estos pagos a las viñas. De entre nosotros, las más
sensatas lo hacían en entornos locales, donde el negocio de la enología era
entonces apenas un embrión, pero los más fabuladores elegían el sureste francés
y hacia allá se iban con afán conquistador. Y de allá regresaban entre
cabizbajos y escaldados.
Santos, sublime sin interrupción,
como presumía Baudelaire, supo no obstante mantener el tipo de una forma
admirable y nos enredó a su vuelta con un conocimiento inesperado acerca del
vino y sus artes: el Château
Margaux es nuestro destino y no cejaremos, repetía, hasta
conquistar el Médoc. Al auditorio, consumidores como éramos entonces de vinos
duros en tascas provincianas, aquello, como usted comprenderá, le sonaba a pura
vanidad. Sin embargo, él sabía bien cómo apurar el trago hasta la ebriedad
incontestable y se entretenía acto seguido en el relato ambiguo sobre la nieta
de Ernest Hemingway, Margaux,
cuyo nombre se debía, según él, al gusto del escritor por ese vino exquisito.
Más tarde supimos que la realidad había sido otra, pero a nadie le importó: ya
éramos adictos declarados a aquella confusión y a aquel emblema. Le confieso
ahora, madame, que nunca he probado ese vino, pero si llego a hacerlo algún día
será sin duda para honrar la memoria de aquellos vendimiadores iluminados.
Hubo otras Margot en nuestra vida,
algunas de escritura más corriente pero todas con parecida hechura literaria.
Recordará usted sin duda a la Brave Margot de
Brassens, la joven pastora que amamantaba a un gato huérfano hasta que las
mujeres de la localidad, ebrias de cólera, acabaron con él a bastonazos. O a La reina Margot, Marguerite
de Valois encarnada en Isabelle Adjani, versión a la que no llegó Santos
desgraciadamente, pues la fatalidad de su destino le dejó aparcado en la novela
romántica de Alejandro Dumas. O, en fin, una tercera Margot fantasmal, que se
nos apareció una tarde a orillas del Cantábrico para conducirnos a una bucólica
fiesta de la luna llena donde no dejaba de sonar Like a rolling stone,
tras la cual se evaporó y nunca más supimos de ella. Nombres e historias que se
amontonan en el recuerdo como hojarasca de un otoño sentimental. En ella se
mezclan y fermentan tal que el humus para dar lugar a relatos que se escriben o
se cuentan sencillamente en reuniones hogareñas que llamábamos por aquí filandones
o calechos.
Siempre la hojarasca tuvo, a mi modo
de ver, esa doble cualidad: lo que muere y lo que renace una vez descompuesto.
De ahí quizá la devoción que he sentido, que sentíamos Santos y yo, por esa
canción que usted ha regrabado recientemente: Las hojas muertas, heredera de la original y gloriosa de Yves Montand,
recreada después por Sege Gainsbourg
como La chanson de Prévert y
finalmente orquestada para su acompañamiento en el disco esplendoroso que no
dejo de escuchar. Sabrá usted, Jane, que hay dos eslabones más en esa cadena, y
seguramente otros que desconocemos, que me permito aquí sugerirle para
acompañar estos meses de desnudez. Allá por 1999, un dúo de vida efímera, El cometa errante se llamaba, la
trasladó de forma sui géneris a la lengua castellana y le gustará, creo,
escucharla en alguno de esos rincones de la red por donde vaga todavía. Unos
años más tarde, fue el encantador de audiencias Kevin Johansen quien
la volvió a registrar con una especie de desabrigo abrasador. Ve usted, es lo
que tiene la hojarasca.
Tiempos, pues, de hojas muertas y de
buenos vinos son los que quedan anotados en esta carta. A pesar de que nuestros
alrededores no concuerden bien con esa pauta y nos aturdan, bueno es que
respiremos algo de lírica. À la prochaine.
Publicado en Tam Tam Press, 18 octubre 2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario