Blog de Ignacio Fernández

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miércoles, 14 de febrero de 2018

Pluvioso 18

     Tengo para mí, madame, que el visitante es siempre una víctima de la casualidad. Que por mucho que programe su viaje y procure atar todos los cabos de su itinerario, el azar le reserva obstinadamente una circunstancia que lo liga sin remisión a los lugares adonde llega. Eso me ocurre a mí, nos ocurrió a Santos y a mí mientras él pudo disfrutarlo, con la lluvia y la ciudad de París. La lluvia en todas sus expresiones y en cualquier estación; también, por supuesto, en este mes pluvioso que ha vuelto a desbordar el Sena, lo que nos hubiera impedido refugiarnos, como solíamos hacer, bajo el último de los arcos del Pont Neuf, donde años más tarde paseara Juliette Binoche su decepción amorosa y su enfermedad. Ni lo uno ni lo otro nos llevaba a nosotros hasta ese rincón; sólo los aguaceros y otros diluvios.

     Así fue, naturalmente, en aquel otro pluvioso de 1982, cuando habíamos desembocado en la ciudad por segunda vez, en pos entonces ya no de usted, sino de Angelita. Fue una nueva construcción fabulosa de las que tanto gustábamos y una excusa para deambular sin rumbo por esas calles con la intención de un encuentro imposible. Ya le he explicado en cartas anteriores que, aparte de lo que uno hereda, nuestra obligación como individuos es construir la propia mitología y compartirla incluso, como fue el caso y como lo es ahora con nuestra correspondencia. A mí me había llegado aquella muchacha de boca de un compañero del bachillerato, de la que había sido pretendiente y que acabó por dejarle a él y a sus tierras zamoranas de origen para emigrar al norte de los Pirineos. Supe de ella lo que él me había contado, que seguramente era tan platónico como lo que yo imaginaba, y solo la conocí a través de una fotografía, supongo que real, que ella le había enviado, ya instalada en París, tomada en el atrio de Notre Dame. Sobre esa imagen y sobre esa historia bautismal construimos los demás, huérfanos de imágenes y de historias similares, nuestra propia novela y la extendimos mucho más allá del entorno primero. Tanto es así que todavía hoy persevera en ello el último guardián del relato, mi psiquiatra, que acostumbra a brindar todavía por Angelita sin mayores explicaciones a la parroquia.

     Así que bajo los chubascos recorrimos en aquella ocasión el callejero parisino, desde el atrio fundacional hasta las aceras entonces turbias del Faubourg Saint-Denis, atravesando un Marais más discreto que el actual o husmeando cafés y boutiques en Saint-Germain. Poco importaba que se nos apareciera o no la idealizada desconocida. En verdad, nosotros perseguíamos a medias los paisajes y los seres que habíamos conocido antes tanto en Españolas en París como en las canciones de Jacques Dutronc. Y santificábamos de paso otros mitos, otros enclaves sagrados de la ciudad, con cuyo esplendor pensábamos deslumbrar al catálogo completo de nuestras amistades provincianas. Hasta ese punto éramos ilusos y pueblerinos.

     Santos no quiso, como había ocurrido el año anterior, acercarse a la rue Verneuil. Yo sabía, aunque nunca lo comentamos, que en aquella ocasión primera tampoco él había podido estar con usted, que se lo había inventado, que usted ya no vivía allí con Lucien y que, por tanto, su pose fue eso, simple pose. Pero no quise romper ni una sola pieza de la porcelana que atesorábamos, a veces a solas, a veces uno al lado del otro. Fíjese usted que yo no me atreví a asomarme a esa dirección hasta muchos años después, cuando ya todo era sombra de lo que fue. Ni siquiera el fallecimiento de Gainsbourg, cuando ya Santos se había ido también, animó en mí como en otros ni una peregrinación a los sagrados lugares ni una muestra de emoción. Es curioso, la única pérdida reciente que ha motivado mis lágrimas al conocerla ha sido la muerte, hace poco más de un año, de Leonard Cohen. Será cosa de que voy haciéndome mayor, momento en que la lluvia se asoma también con facilidad a los ojos.

     En fin, con usted malgré tout.

Publicado en Tam Tam Press, 13 febrero 2018

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