El
caso es que, entre las irrealidades que nombrábamos la semana pasada, una se
muestra como superior e incontestable porque viene de la mano de la matemática,
que, como se sabe, es ciencia exacta donde las haya. Nos referimos a los
algoritmos, ese conjunto ordenado y finito de operaciones, dice la RAE, que
permite hallar la solución de un problema y que, al parecer, dicen otros, no
genera ninguna duda. Tanto es así que en estos momentos parecen dirigir el
destino tanto de la realidad como de la irrealidad.
En
tiempos más antiguos, cuando la ficción era sólo eso y no había suplantado
otros planos de la existencia, como mucho nos confiábamos a los logaritmos, que
era cosa de bachilleres espabilados. Y aunque tuvieran su traslado al mundo
cotidiano, según nos explicaban, no se convirtieron nunca ni en dictadura del
ser ni en determinación del estar, tal y como sucede ahora con el otro ritmo.
Quizá porque, en apariencia, se asemejaban a otras operaciones comunes, por más
que lo suyo fuera ya de una complejidad notable.
Cuentan
que la ventaja del algoritmo es su neutralidad, lo cual se lo deben creer sólo
los rectores de Google y otras compañías por el estilo, que se sirven de ellos
para seleccionar y catalogar a su personal sin discriminación ni tacha subjetiva.
Sin brecha, como decimos ahora. Claro que del mismo estilo es Uber y no
encontraremos nunca entre sus chóferes ni a mujeres ni a inmigrantes. Tal vez
porque toda lógica matemática esconde en el fondo una lógica borrosa.
En
fin, a quien en verdad le gusta el ritmillo es al más alto representante de la
estirpe empresarial de Castilla y León. En una jornada sobre el futuro del
trabajo celebrada la pasada semana en Valladolid, no se le ocurrió nada mejor
para solucionar nuestros problemas laborales que reclamar el cambio de
titulaciones, potenciando los estudios llamados STEAM (ciencia, tecnología,
ingeniería, arte y matemáticas) y reduciendo esas dichosas humanidades, de las
que tan sobrados andamos. Puro reguetón.
Publicado en La Nueva Crónica, 25 marzo 2018
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