Ya sabe usted: es desatarse los
vientos y aparecerse Brel
en cada ráfaga. Esto nos sucede porque acumulamos historia, pero también, creo
yo, porque el nuestro fue un tiempo que alumbraba clásicos en lugar de glorias
efímeras. Esta cualidad tiene su haz y su envés, naturalmente: nos hace
prisioneros de lo que fuimos y nos aleja de lo que es. Hojeo el último número
de un suplemento cultural y le reconozco mi ignorancia sobre muchos de los
nombres que ocupan los titulares: no sé quiénes son los músicos Ibon Errazkin
ni Felt; nada sé de la artista Itziar Barrio ni de José Val del Omar; y nada he
leído firmado por Éric Vuillard o por Mary Levin. Sin embargo, doblo la esquina
al salir de casa y me encuentro de inmediato con los versos del belga: “cuando
el viento en la risa, cuando el viento en el trigo, cuando el viento en el
sur…”.
Del mismo modo, le confieso que me
siento desplazado en numerosas conversaciones. En particular, cuando se habla
de la prole o cuando derivan hacia esas series de televisión que se han
convertido en materia de consumo obligatorio. Lo primero lo entenderá usted
bien sin mayor explicación y lo segundo tal vez lo comparta. No hay forma de
eludir el abrazo de esas producciones que al parecer, según cuentan, han
transformado todos los géneros visuales. Yo me quedé en Doctor en Alaska,
digo, y se me mira con algo parecido a la lástima. O al desprecio directamente.
Lástima y desprecio que son, precisamente, tal y como me refieren, carne de
esos seriales que se contemplan a solas durante largas madrugadas y sustancia
de estos tiempos de soledades y de sombras.
No sé, para mí sigue siendo
reconfortante habitar en el país llano, “que era el suyo”, o en las calles
heladas y entre las gentes estrafalarias de Cicely. Tengo la sensación de que
me colman, como les hubieran colmado también, estoy casi seguro, a Santos o a
Lucien. Clásicos al fin.
El caso es que, además de ventoso,
este mes ha acabado siendo en cierto modo el mes de las mujeres. Leí no hace
mucho una entrevista suya donde le preguntaban por este asunto en relación con
la supuesta revolución sesentayochista y usted respondía: “No creo que seamos
necesariamente más libres, aunque tampoco entonces lo éramos. La gente opina
que en 1968 estábamos todos liberados, pero aún tengo que encontrar a alguien
que lo estuviera de verdad. Si lo éramos realmente, yo no me aproveché mucho de
la situación….” Ni usted ni nadie, pienso, salvo la derecha francesa, los
propietarios de la FNAC y Daniel
Cohn-Bendit. No sé, me gustará hablar de todo ello pronto, cuando
nos veamos, sobre todo si tenemos en cuenta los fastos que se anuncian por el
cincuenta aniversario de aquella primavera. O por si podemos valorar juntos el
resultado de la huelga de mujeres que ha protagonizado los vientos de este año.
Santos y yo, bebedores en los saberes enciclopédicos más que otra cosa, tuvimos
siempre en los altares a Olympe de Gouges, a Mary Wollstonecraft o a Madame de
Staël por lo que hace a los orígenes, pero, aparte de Simone de Beauvoir y
con ciertas distancias, nunca fuimos capaces de identificar otros nombres del
mismo estilo en aquel 68 sobre los que volver como se vuelve a los clásicos.
En fin, como acabo de decirle,
preparo ya mi viaje siguiendo sus indicaciones. De momento, como anticipo,
todavía en este mismo mes recibiré la visita de mi amigo Duforêt, que volverá a
refrescarme, como siempre, el repertorio de Boby Lapointe y otros
intríngulis de las lenguas a las que somos aficionados. Como lo era Santos, con
quien tanto acostumbrábamos a entretenernos en esas sopas de letras. Podré así,
de paso, sumergirme un poco más en el francés antes de compartirlo con usted
apenas en un par de meses.
A la espera.
Publicado en Tam Tam Press, 12 marzo 2018
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