Es
desnudarse visualmente la primavera y de inmediato sobran abrigos, craso error,
y se desata una infección de farolillos, cadenetas, guirnaldas y banderillas
por doquier. Llegan, en suma, y se dispersan los tiempos de ferias y fiestas.
Menos de ferias cada vez y más de fiestas, porque lo feriado, que se situaba en
el origen de las celebraciones festivas, ocupa otros acomodos más intangibles o
menos ligados al calendario, mientras que las fiestas, y las ganas de fiesta en
especial, lo parasitan todo. Aún así, el término feria se respeta en algunas
localidades e incluso se exporta a otras con sus faralaes incluidos.
Ese
fenómeno de la importación de usos y costumbres ajenas es en realidad una
claudicación cultural, sobre todo cuando la migración se produce de una forma
más que impostada, puramente artificiosa y con clara tendencia al papanatismo.
Sucedió hace años cuando, desde el Ayuntamiento, alguien sustituyó en los
programas de fiestas la hoguera de
San Juan por la falla de San Juan.
Todo arde, claro, pero no es igual ni cualquier fuego es una falla valenciana.
Y sucede, desde hace también unos años para acá, con la Feria de Abril, sus
sevillanas y sus vinos. Bien está que la iniciativa privada, como se suele
decir, busque nuevos mercados y nuevas formas de explotar esos mercados hasta
su total podredumbre, pero bien distinto es que las políticas públicas
contribuyan a ello con alegría o, directamente, con la mayor necedad.
Si
al menos, y a ser posible sin seguir el modelo de los bazares chinos, la copia
fuera digna de encomio, se podría mirar hacia otro lado y no hacer causa de
ello. Pero no es el caso. Más que copiar dignamente, lo nuestro es cruda
imitación o directo fusilamiento. Es decir, una pena totalmente prescindible.
No hablemos ya del buen o del mal gusto, que es asunto opinable, o de si la
animación socio-comunitaria es eso. Lo cierto es que abril está lleno de
banderas y de acontecimientos notables como para no tener necesidad de estos
cambalaches.
Publicado en La Nueva Crónica, 22 abril 2018
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