Llegados al momento convenido, en
mes y año consagrados para el aniversario de mitos que no lo fueron tanto,
oportuno es, muy estimada Jane, suspender con esta carta la correspondencia y
emplazarnos para el encuentro que nos tenemos desde hace años reservado. Y sí,
hasta aquí hemos llegado porque así se quiso y de leales es cumplir las
promesas: la mía con Santos fue construir este relato y compartirlo con usted
treinta años después de su accidente fatal. La suya usted sabrá cuál fue,
aunque intuyo su contenido. Naturalmente, no podremos contar con el
acompañamiento de Lucien, pues también él agotó sus raciones de Gitanes, aunque casi estoy seguro del
adorno musical que hubiera propuesto para la reunión.
En mi opinión, y seguro que no me
alejo mucho de lo que él podría elegir y Santos refrendar, el puente de estos
cincuenta años asienta sus pilares en Michel Polnareff de
un lado y en Zaz
de otro. Es decir, el tránsito entre la
muñeca que siempre decía no, no, no y esta otra mujer deslumbrada de noche por destellos de luces mortales. Ésa es, en
suma, la existencia resumida en dos cantables, siempre y cuando Santos, así
era, no se hubiera puesto solemne con el cancionero y condenara cualquier forma
de heterodoxia: “no sé cómo soportáis la frivolidad de los Pegamoides”, dijo,
cuando alguno de nosotros se atrevió a abrir el universo a otras estéticas.
Pureza la suya que emparentaba por aquel entonces con las formas exquisitas de
Luis Federico Martínez, gran poeta echado a perder y compañero de estudios, que
nos adoctrinaba en ritmos poéticos y demás músicas solemnes: “se lava la cierva
cuando oscurece, / sollozando; / se perfuma con agua”. Pensaba yo en aquellos
años que semejante delicia lírica podía convivir sin estrépito con el bote de colón, lo cual acabó
convirtiéndome en un ecléctico y en un superviviente frente a las decadencias
que se sucedieron: todos los ya citados más un entorno que en tiempos salvajes
se cocinaba con heroína.
Lo cierto es que nosotros éramos
unos simples provincianos, como mucho, o apenas unos aldeanos de andar por
casa, y del sesenta y ocho sabíamos lo justo e imaginábamos todo lo demás. Pero
gracias a aquellos sucesos conocimos a Marcuse y confirmamos a Sartre, que eran
cultos imprescindibles, e incluso honramos la muerte de este último casi como
en un rito fundacional para el grupo. “Se murió Sartre”, decía Santos, tal que
una letanía, y respondíamos los demás: “A puerta cerrada”.
En fin, ya todo queda lejos. “Au
printemps de quoi rêvais-tu?”, cantaba Jean Ferrat en 1969.
Y, efectivamente, no se sabe con qué primavera soñábamos entonces ni si soñamos
ahora. A pesar de que usted y yo vayamos a reunirnos precisamente en este
cincuenta aniversario de aquel mayo más que apolillado, que ya ha vuelto a
saltar a las páginas de los semanarios gráficos y a los titulares de las
televisiones generalistas. Materia de consumo fácil a la postre, tal vez en eso
se resuman nuestros verdaderos sueños. Y nuestras pesadillas. Trataremos de
evitarlo, se lo prometo. Por eso, además de por otras razones, conviene dejar
en suspenso esta correspondencia, tan cargada de referencias seguramente igual
de apolilladas que esas páginas de presunta historia. Sin más detalles, pues,
le confirmo mi llegada al aeropuerto de Orly, el día 20, a las 22’40, en vuelo
de Air France. Tal y como usted me pidió y yo no hubiera podido averiguarlo de
otro modo, llevaré conmigo la novela secreta de Santos. Su hermana me la
entregó ayer en Palomares y me pidió que cuidáramos de ella, así como hemos
cuidado durante todos estos años de la memoria del propio Santos. Será una
lectura compartido. Le confieso que siento curiosidad.
Hasta muy pronto. Suyo siempre.
Publicado en Tam Tam Press, 15 mayo 2018
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